Vivimos en un
mundo que poco a poco va progresando en su tratamiento del colectivo
homosexual, no tanto del colectivo arco iris por entero. Pero algo es algo y,
desde luego, son numerosos los países en que lo ilegal es perseguirnos por
nuestra orientación sexual y no los besos que nos demos en público.
No voy a
dilucidar las causas de este innegable progreso, porque ni soy capaz de
cubrirlas en su totalidad ni es la temática que he elegido para este artículo.
Las más optimistas diremos que debemos estas victorias al Frente por la
Liberación Gay de los últimos decenios del siglo pasado; pero ni siquiera
nosotras podemos negar que hay también un marcado interés de los empresarios en
cotizar gracias al turista gay, al comprador gay, al hombre gay cisgénero (antónimo
de trans) blanco, capacitado, occidental y burgués.
Por eso, no
debemos dejar que este progreso nos ciegue y olvidarnos de las lesbianas,
bisexuales, intersexuales y trans. De las identidades que ni siquiera son
todavía reconocidas públicamente, de los géneros e identidades queer. No debemos tragarnos el cuento
que nos vende Occidente de unos países más avanzados que otros en materia de
derechos humanos cuando fueron nuestros antepasados los colonos los que
impusieron una norma en blanco y negro a culturas indígenas que no solo
toleraban, sino veneraban todos los tonos del arco iris. A base de sangre,
fuego y religión.
Pero sobre todo,
y de esto hablaré ahora, no debemos confundir luchar contra la homofobia con
desmantelar la heteronorma.
La homofobia es
un ataque, directo o indirecto, a una persona o personas por salirse del rol
heterosexual (chicos follan con chicas, chicas se enamoran de chicos).
La heteronorma
es, sin embargo, ese sistema del que la homofobia es sólo la manifestación
visible: la punta del iceberg.
La heteronorma es
una de las herramientas patriarcales y capitalistas: para asegurar la unión
marital entre el hombre dominante y la mujer sometida y la organización social
en familias que se transmiten la herencia de padres a hijos, deben erradicarse
otras posibilidades. Así, la heteronorma no afecta solo a los homosexuales
(como sí lo hace la homofobia), sino que es también complemento de la bifobia
(la discriminación hacia las personas bisexuales por ser capaces de sentir
atracción hacia más de un género), el machismo (perpetúa los roles de género de
hombre masculino y mujer femenina) y la transfobia (por eso, no se visualiza en
el imaginario colectivo a una persona trans que además no sea heterosexual: si
eres un “chico que quiere ser chica” lo lógico es que al menos te gusten los
chicos, se proyecta como aberración la posibilidad de ser una mujer trans
lesbiana).
La heteronorma es
ese sistema patriarcal que impone la heterosexualidad obligatoria y la
homofobia es su herramienta de ataque cuando el sistema se ve amenazado. Por
eso, no te hace falta sufrir homofobia directa para crecer traumatizada por ser
una niña arco iris.
Y es que la
heteronorma va más allá de un padre que expulsa a su hija de casa por ser
lesbiana; la heteronorma es el sistema que no prepara a los padres para tener
una hija lesbiana en primer lugar.
La heteronorma va
más allá de un alumno que sufre acoso escolar por ser gay; la heteronorma es el
sistema que educa a las niñas para ser heterosexuales, llevándolas a la confusión
(en el mejor de los escenarios) y el auto-odio (en el peor) cuando descubren
que no lo son.
Homofobia es que
te llamen “maricón”; heteronorma es preguntarle siempre a tu sobrina si ya
tiene novio pero nunca si tiene novia.
Homofobia es que
te ataquen por ir de la mano de tu pareja en público; heteronorma es que nunca
o casi nunca aparezcan parejas como la tuya en las listas de estrenos de
películas románticas en el cine.
Homofobia es el
peligro que supone salir del armario; heteronorma es que ese armario exista en
primer lugar, que, como dice Denise Frohman en uno de sus poemas, el salón no
sea ya un espacio compartido y las personas arco iris tengamos que sentirnos
como invitadas en nuestras propias casas.
Así, es imposible
eliminar la homofobia sin desmontar también la heteronorma; y, aunque lo
lográramos, nos estaríamos quedando cortas.
Por eso, los
gobiernos que están dispuestos a legalizar el matrimonio igualitario, atraer
turismo gay y celebrar el Orgullo no lo están tanto a establecer planes de educación
pro-arco iris en los colegios e institutos, incluso en las guarderías. No es lo
mismo tolerar nuestra existencia que educar a las niñas para que aprendan a
celebrarse a sí mismas en su diversidad y unicidad.
Pero no podemos
rendirnos. La prima lesbiana de mi madre está casada con otra mujer pero el 50%
de estudiantes como yo sufren acoso escolar por ser cómo son; no podemos
quedarnos en el umbral de la puerta, tenemos que recuperar la casa que siempre
fue nuestra.
No podemos
conformarnos con pintar de color de rosa un sistema que sigue siendo asesino
por definición, con bailarle el agua al patriarcado al atacar “sólo” a los gais
con pluma, las lesbianas camioneras, los “travelos” antes que trans y los
“viciosos” bisexuales.
No podemos
conformarnos con cortarle las uñas a la homofobia, hay que matar a la bestia de
la heteronorma.
Y para eso
tenemos que cambiar nuestro lenguaje, nuestras costumbres, nuestras
concepciones del amor, la igualdad y la diferencia. Tenemos que exigir leyes de
protección y concienciación. Tenemos que exigir un Orgullo crítico y combativo
en vez de este, que no es más que una mera celebración en que nos regodeamos en
las victorias del pasado.
Tenemos que recuperar el espíritu del Frente de
Liberación Gay, porque, queridas, nuestras antepasadas no lucharon ni murieron
para esto.
Porque, como
cantábamos mis compañeras y yo en el Orgullo de Valencia de este año, “el
matrimonio solo es el comienzo, respeto en las calles, las casas y el colegio”.
Y como decía
nuestra pancarta, “no nos conformaremos con el matrimonio, queremos la
liberación”.