sábado, 30 de julio de 2016

Las imazighen: un pueblo que resiste

Este será el primero de una entrega de cuatro artículos sobre el pueblo amazigh, en un intento por amplificar las voces indígenas del Norte de África. Este artículo nos lo traen Sara (twitter.com/anarchistsara), Cheba Sara (twitter.com/sheitana_), Manal (twitter.com/kadbenx) e Imane (twitter.com/RIFFIAN), cuatro jóvenes amazigh llenas de orgullo.
¿Quiénes son los imazighen?
Los imazighen son un pueblo nativo del Norte de África, uno de los grupos étnicos más antiguos de la historia, que ha sobrevivido a la colonización de varias civilizaciones, primero la fenicia, luego la romana, y finalmente la árabe, que tuvo un gran impacto en la identidad de muches norteafricanes de la época, y cuya influencia sigue vigente hoy en día.
La civilización árabe conquistó el Norte de África en el año 647 d.C., lo que desencadenó un proceso al que llamamos arabización. La arabización es un "lavado de cerebros", de manera que se obligaba a les natives a convertirse al Islam, y si se resistían, les esclavizaban. Estaban obligades a llamarse a sí mismes "árabes" para acceder a los estatus más altos de la sociedad. Toda persona que se convertía al Islam para sobrevivir a la invasión no sólo dejaba su propio pasado atrás, sino las costumbres y tradiciones de todo su grupo étnico, haciendo que este se desintegrara y perdiera unidad.
Por supuesto, no todo el mundo se rindió: algunos grupos étnicos se rebelaron contra les árabes y lucharon contra elles, como les rifeñes, que escaparon a las montañas. Gracias a su valentía y la de otros grupos étnicos (ishilhiyen, zayane, kabilios), hoy en día el Norte de África todavía conserva su milenaria cultura que les árabes una vez quisieron arrebatar, pero no pudieron.
Uno de los cambios más drásticos que se produjo con la llegada de la civilización árabe fue el del papel de la mujer en la sociedad.
En la antigua sociedad amazigh, las mujeres estaban al mando: ellas eran las jefas de las tribus, las que dirigían a les soldados (entre les cuales también había mujeres)... etc. Eran respetadas. La mujer disponía de privilegios que el hombre no tenía, como el de poder tener relaciones sexuales con varias personas antes del matrimonio. Desgraciadamente, con la conquista árabe se vieron obligadas a renunciar a ellos, ya que se tergiversaron las palabras del Corán mediante malas traducciones de parte de hombres para someter a las mujeres e imponer la supremacía masculina.

viernes, 22 de julio de 2016

Mujeres "masculinas"

Soy lesbiana, llevo el pelo corto “como un chico” y fui con traje “de hombre” a mi graduación del instituto.

En principio, a muchas esto no les hará levantar la ceja. Somos libres de llevar el peinado que nos plazca, de vestir como nos plazca y de hacer lo que nos plazca mientras no atentemos contra la libertad de nadie, dirán. ¿Qué importancia tienen tus elecciones personales mientras no le hagan daño a nadie?, me preguntarán. Algunas incluso me acusarán de pretender “llamar la atención” cuando escribo este artículo.
Y yo, sin embargo, me niego a dejar de escribirlo. Me niego a quitarles importancia a mis elecciones “personales” en un mundo en que, como dijo Kate Millett y no me cansaré de repetir, lo personal es político.

Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que todas y cada una de mis elecciones “personales” vienen influenciadas, condicionadas, por una serie de expectativas y enseñanzas que la sociedad me ha impuesto o transmitido, según la presión que haya ejercido sobre mí en cada caso. Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que la libertad es, como mucho, relativa en un sistema patriarcal que juzga en el mejor de los casos y se apropia directamente en el peor de ellos de los cuerpos de las mujeres.

Y nosotras, las mujeres arco iris en general y las lesbianas en particular, hemos crecido en un sistema que no sólo manda sobre nuestros cuerpos y nos obliga a odiarlos y controlarlos obsesivamente sino que impone sobre ellos unos cánones que van más allá de la delgadez impuesta o la blancura de la piel, por ejemplo. Nosotras sentimos más que nadie, más que ninguna otra mujer, la férrea atadura de los roles de género que se empeñan en encasillar nuestros cuerpos.
Porque la expresión de género de las mujeres no ha sido nunca de libre elección. El pelo largo, el maquillaje, los tacones, las faldas y los vestidos, el andar con ligereza y el sentarse con las piernas cerradas, la ausencia de vello facial y corporal… son múltiples las exigencias de una sociedad que construye lo que significa ser “mujer” basándose en falacias biológicas y lo traslada en forma de comentarios, publicidades, expectativas y representaciones sobre nuestros cuerpos.

Pero la expresión de género de las mujeres que, como dice Monique Wittig, no acabamos de ser mujeres es un tema todavía más peliagudo.
¿Que no acabamos de ser mujeres? ¿Desde cuándo amar a otra mujer te convierte a ti misma en menos mujer? Pues desde que “mujer” es una categoría cuya definición gira alrededor del hombre; desde que las mujeres, como la sociedad nos recuerda constantemente, existimos en un patriarcado para complacencia masculina.

Y si no somos mujeres del todo porque no cumplimos con los requisitos esperados de toda mujer, es decir, el existir por y para el hombre; ¿cómo hemos expresado históricamente esa ausencia de “mujeridad”? A través de una expresión de género que subvertía los cánones y jugaba con los roles como le placía.
Así, las lesbianas hemos sido tradicionalmente “masculinas” en un mundo que en el mejor de los casos evitaba y evita, y en el peor de ellos castigaba y castiga, la “masculinidad” en las mujeres. Nos hemos cortado o rapado el pelo; hemos vestido pantalones y hasta traje, corbata o pajarita; hemos engordado con menor preocupación (o la hemos disimulado); hemos cubierto nuestros pechos y dejado crecer el vello que florecía en nuestro cuerpo; e incluso hemos llevado calzoncillos.

Esta masculinidad no se ha expresado igual a través de las naciones, las razas o los géneros; así, por ejemplo, muchas lesbianas negras han visto cómo sus compañeras blancas las presuponían butch (palabra anglo que designa a las lesbianas “masculinas”) tan sólo por la menor feminidad asociada socialmente a su color de piel. Así, por ejemplo, muchas lesbianas trans han visto cómo se les exigía injustamente una mayor “feminidad” para compensar por ser, supuestamente, “menos” mujeres.
Pero si algo es cierto, si algo puede afirmarse, es que las mujeres en general y las lesbianas y otras chicas arco iris en particular hemos peleado por conquistar una expresión de género reservada a los hombres, una expresión de género caracterizada por una mayor comodidad y soltura habitando el propio cuerpo.

Es por eso que recordamos a mujeres como Lucía, la primera puertorriqueña en llevar pantalones. Es por eso que todavía hoy demuestra cierta rebeldía el llevar las axilas peludas o ir a la playa sin depilarse las piernas o las ingles. Es por eso que todavía hoy te arriesgas a recibir miradas de extrañeza o a ser directamente importunada si te pruebas ropa del departamento “de hombres” en las tiendas.
Por todo esto, para mí, cortarme el pelo “a lo chico” hace dos años y graduarme “vestida de hombre” hace uno supuso toda una pequeña victoria personal. Fue una muestra de orgullo para una chica que se lavaba todos los días la melena y se la echaba hacia atrás constantemente para vigilar su peinado, que no posaba de perfil ni se quitaba las gafas por encontrar que su nariz aguileña le daba un aire demasiado masculino a su cara, que no salía de casa con un solo pelo en el cuerpo, que adoraba las faldas y los estampados florales y el color rosa (y los sigue adorando, y demostrándolo en su vestimenta) y detestaba los chándales y las sudaderas.
No es que dejara de gustarme lo que ya me gustaba. No es que dejara de disgustarme lo que ya me disgustaba. Es que descubrí que, durante años, había habido algo más que mis gustos entre la masculinidad y yo; había existido, siempre, una presión social para ser lo más femenina posible.
Y, desde el momento en que me reconocí como lesbiana y empecé a salir del armario, esa obsesión con la feminidad impuesta se acentuó por no querer parecerme a esas “camioneras”, a esas “marimachos”. Recordaba con pavor como, en Primaria, nos metíamos con una compañera por jugar a fútbol y ser más “chicote”; veía cómo miraban los hombres y cómo desconfiaban las mujeres de las “bolleras” que no pasaban precisamente desapercibidas gracias a su expresión de género.
La culpa no era mía, desde luego. Yo solo intentaba desesperadamente seguir contando como mujer en un momento en que sentía, sin saberlo conscientemente, cómo mi orientación sexual chocaba inevitablemente con la definición tradicional de la “mujeridad”. Ya tenía bastante con aceptar esa nueva versión de mí misma como para darme de bruces encima con una imagen diferente en el espejo.

Pero pasaron los meses y el orgullo fue sustituyendo a la vergüenza. Pasaron los meses y conocí a algunas de esas “camioneras”, esas “marimachos”, y descubrí cuán maravillosas eran y cuánta valentía se advertía en la fidelidad que se tenían a sí mismas. También conocí lesbianas y bisexuales “femeninas” (femme, en inglés) y descubrí que no por seguir la norma nos acercábamos más a lo esperado de nosotras en cuánto a que nosotras nunca seríamos lo que se espera de una mujer y nuestra expresión de género no nos hacía, por tanto, menos lesbianas.
Así, llegó un día en que cada vez me importó menos alejarme del concepto preestablecido de mujer. Llegó un día en que me di cuenta de que yo no solo no conseguiría nunca, sino que tampoco quería, parecerme a esa mujer ideal que necesitaba el patriarcado para sobrevivir. Prefería ser una rebelde; prefería jugar con los roles de género, ponerme falda y tacones un día y zapatillas y pantalones otra, pintarme los labios puntualmente para ir a clase pero luego salir de fiesta “sin arreglar” (porque yo, compañeras, no necesito de ninguna pincelada de feminidad que me “arregle”; ni yo ni ninguna de nosotras).

Así, llegó un día en que dejé de avergonzarme de lo que era y empecé a apreciar la rica Historia de mujeres, “masculinas” o “femeninas” (y algunas, como yo, “masculinas” Y “femeninas”); que habían allanado el camino a las que veníamos después. Empecé a llevar esa Historia de valentía y orgullo, de resistencia ante un mundo que quiere aniquilarnos, impresa en la piel y envolviéndome como un aura de legitimidad llevara la ropa que llevara.

Hasta que un día, un chico me preguntó por qué me había cortado el pelo y yo no lo recordé que no era por ser lesbiana porque, sinceramente, un poco sí que era.

Y a mucha honra.

viernes, 8 de julio de 2016

Cuerpos contra idealismos

Hace unos meses, escribí un artículo llamado “Cómo amar tu cuerpo en 10 sencillos pasos”. Quitando algunas críticas que me acusaban de ser la versión feminista de Mr. Wonderful, todo fueron aplausos: recuerdo especialmente las fotografías que me mandó una seguidora de los post-its de su carpeta con mis consejos escritos sobre papel fosforescente, que me llegaron al corazón.
En su momento, tenía la mejor de las intenciones y en absoluto pretendía ser la versión feminista de Mr. Wonderful. Cada consejo pretendía ser una solución para problemas que me habían llevado años de auto-odio y quebraderos de cabeza; pretendía condensar en unas cuantas líneas toda mi experiencia de detestarme, aceptarme, y luego por fin empezar a quererme.

Ahora, sin embargo, no me gusta ese artículo. Me pone nerviosa leerlo y estoy de acuerdo con las críticas que recibió: es un artículo perfecto para la Cuore, con algún toquecillo más revolucionario, pero perfecto para la Cuore si le aplicamos unos cuantos retoques. Un artículo fácil de digerir, dirigido a un público de lágrima fácil (el mismo público que yo conformo) y de carácter marcadamente optimista.

¿Qué es lo que ha cambiado desde que lo escribí, si realmente solo han pasado unos pocos meses? ¿Si se basaba en una experiencia personal que sigue construyéndose como mi Biblia al hablar de amor propio? ¿Si incluso mencionaba la necesidad de dejar de lado estar guapa, de querernos vivas y libres?

Lo que ha cambiado es que leí un artículo en un libro que me compré en la bendita Fira del Llibre Anarquista de València. Un artículo llamado “Nuestros cuerpos: territorios ocupados”, encuadrado en un libro que trataba de nuestro cuerpo y nuestra complicada relación con este.
Y ese artículo me abrió los ojos a un mundo oscuro y nocivo, a un mundo venenoso que emponzoñaba nuestras miradas y nos dejaba los ojos chorreando arsénico que plantaba semillas de auto-destrucción al derramarse por todo nuestro cuerpo. Ese artículo me recordó que hablar del cuerpo no puede ser hablar sólo de lo individual, del primer odio y la consecuente batalla por el amor propio, sino también de lo colectivo: de cómo la sociedad en general y los hombres en particular trataban y tratan nuestros cuerpos independientemente de nuestra relación con ellos.
De cómo ocupan nuestros cuerpos, ­­­de cómo acabamos disociándonos de estos para poder sobrellevar la realidad de vivir en un cuerpo usurpado por manos ajenas.

Este artículo me hizo visualizar la otra cara de la moneda; me ayudó a darme cuenta de que más allá del escrutinio al que sometemos a nuestros cuerpos, está la separación que implementamos entre nosotras mismas y estos. De que el problema no es tanto vivir demasiado pegada a mi cuerpo para vigilarlo; como lo es vivir alejada de él y de su realidad cotidiana de comer, moverse, dormir.
Unas chicas que matan de hambre a sus cuerpos ¿están obsesionadas con estos, o demasiado distanciadas de ellos como para poder complacer sus necesidades más básicas? Quizás os parezca una mera distinción en el planteamiento, pero para mí, se ha convertido en una distinción importantísima.

Porque he empezado a plantearme hasta qué punto puedo proclamar que “amo”, que “acepto” incluso mi cuerpo, cuando todavía no se me permite habitarlo plenamente.

Así, me planteo hasta qué punto hemos sido (he sido) individualistas, idealistas incluso, al centrarnos en querernos antes que en analizar cómo nos ha afectado la ocupación de nuestros cuerpos por parte de medio mundo a la hora de relacionarnos con ellos. Hasta qué punto hemos presionado a muchas chicas para que se sacaran selfies y empezaran a mostrarse desnudas, lo cual está muy bien, pero no les hemos proporcionado ninguna herramienta para ayudarles (ayudarnos) a entender por qué eran incapaces de comer cuando tenían hambre o por qué se desconectaban de la realidad cada vez que tenían sexo.

Lo cual no está tan bien.

Creo que, por un lado, ha sido por un mero acto de supervivencia: ante un mundo que sacaba las garras cada vez que aparecía un pelo o un kilo de más, hemos tratado de seguir adelante con lo puesto y para ello ha sido necesario querernos un poquito. Creo que la realidad era demasiado dura como para verla en todo su espanto sin echarse a llorar y después de tantas lágrimas derramadas por los pelos y los kilos de más, necesitábamos alguna que otra sonrisa para compensar.
Y soy la primera que ha necesitado un cierto optimismo desde el feminismo, la primera a la que quererse un poquito le ha ayudado a mejorar su calidad de vida. Soy la primera que defiende la supervivencia como algo más que “reformismo”.

Pero, por otro lado, me parece que si fagocitar y remodelar nuestros planteamientos les ha sido tan fácil a las empresas, los noticiarios y el neoliberalismo igualitarista en general es porque, al final del día, de revolucionarios tenían poco. Porque nos dedicábamos más a consolar a la víctima que a señalar a los culpables, porque éramos las primeras en maquillar las mejorías como si de ganar la guerra se tratara.
Yo he participado en una pegada colectiva de adhesivos con el lema Eres Más Que Tu Talla. He visto el brillo en los ojos de mis compañeras, la rapidez con que se ha expandido por toda España e incluso América del Sur. Me he dado cuenta de cuán necesario era recordarnos que estamos todas juntas en esta dura jornada del querernos, pero también de con qué facilidad convertían los medios (y a veces, nosotras mismas) nuestra lucha contra un canon patriarcal en una batalla individual por “amar nuestras curvas”.

¿Por qué me planteo “amar mis curvas” antes que aprender a convivir con este jodido cuerpo que tan difícil me lo pone todo en un mundo que no existe para él? Porque aprender sobre mi cuerpo, conocerlo, implicaría darme cuenta de quién tiene la culpa de que este se haya hecho pequeño: los hombres que han tratado de usurpármelo y la sociedad que ha ocupado sin reparos el espacio que le correspondía a este mi cuerpo.

A lo que me refiero es a que responsabilizarnos a nosotras mismas de querernos y escribir artículos de lágrima fácil sobre cómo hacerlo es mucho menos duro que señalar a los culpables y ahondar en la mierda de cuán jodida está la relación con nuestro cuerpo. Querernos está bien, está genial, pero quizás es el objetivo final y no el camino y antes hace falta una concienciación colectiva de cuál es la situación global de los cuerpos de las mujeres, de cómo son usurpados no solo mediante básculas y dietas sino también mediante todo tipo de operaciones tanto legales como ilegales para robarnos el control sobre estos.

Por eso, este es un llamamiento a todas, y especialmente a mí que soy la primera que he pecado de esto, para dejar de tenerle miedo a la realidad que enfrentamos. Para sentarnos en círculo, abrir debates en redes sociales, y hablar de lo que nos pasa con nuestros cuerpos. Más allá de si los odiamos. Más allá de si los queremos. Hablar de cómo los tratamos. De cómo los concebimos. De cómo los habitamos.

Y este es un llamamiento, ante todo, a establecer las conexiones entre las ablaciones del clítoris y la ilegalización del aborto. Entre la histórica patologización de la rabia femenina mediante el diagnóstico de histeria y el encierro de mujeres trans en cárceles de hombres. Entre las tallas excluyentes y la esterilización forzosa de mujeres negras, indígenas, discapacitadas, enfermas.
Porque nuestros cuerpos los han ocupado, históricamente, y los siguen ocupando hoy día. Porque aunque parezca que no, lo que le hacen a mi coño y lo que le hacen a mi cintura, lo que le hacen a tu pene y lo que le hacen a sus pechos tiene una constante en común: la toma de algo que no es suyo para regularlo, controlarlo, extirparlo, lobotomizarlo, empequeñecerlo, esterilizarlo… usurparlo.

Porque somos Las Usurpadas. Como dijo Eduardo Galeano, somos las dueñas de nada, porque nos han quitado lo más nuestro.

Y fingir que podemos recuperarlo pronunciando cuatro trucos mágicos frente al espejo y sacándonos muchas selfies no nos va a devolver nuestros cuerpos, solo versiones prestadas de estos.