La anorexia, la bulimia, los trastornos alimenticios no son casos aislados.
No son tragedias de una sola paciente, ni de unas pocas tampoco. No son
enfermedades mentales; porque son mucho más: son enfermedades sociales.
Y afirmo esto sin dudar ni un segundo.
Porque ahondando en la web descubro que el 65% de las mujeres
estadounidenses tienen problemas con la comida.
Y lo peor es que este dato no me sorprende: tan solo me proporciona una
estadística con que respaldar algo que yo sabía, que es que casi todas las
mujeres tenemos problemas con la comida.
¿Cómo no tener problemas con la comida cuando esta va intrínsecamente
ligada a conceptos como el de belleza, disciplina y fuerza de voluntad? ¿Cómo
no tener problemas con la comida cuando las revistas de mujeres están repletas
de fotografías de modelos de cuerpos irreales, actrices retocadas y trucos para
perder peso en un tiempo exprés?
¿Cómo no tener problemas con la comida cuando, como leí una vez, les repetimos
a las niñas tantas veces lo guapas que eran que acabaron creyendo que no podían
llegar a ser nada más?
Pero continuemos.
El 67% de las mujeres estadounidenses están intentando perder peso.
Más de la mitad de estas mujeres no necesitan perder ese peso.
El 37% de mujeres estadounidenses se saltan comidas regularmente para
perder peso.
El 39% de las mujeres estadounidenses dicen que su preocupación por la
comida y el peso interfieren con su felicidad.
Y si no sois mujeres, probablemente os preguntaréis ¿de dónde salen estos
datos? ¿Dónde están esas mujeres infelices por su peso, incapaces de comer con
normalidad, que se saltan comidas para adelgazar? ¿Si más de la mitad de las
mujeres tiene problemas con la comida, eso quiere decir que mi novia, mi madre,
mi hermana, mi hija y mis amigas tienen problemas con la comida?
Y yo os respondo: sí. Y para ser más franca, os contaré una historia. Una
historia que no es personal, que es colectiva: la historia de todas las niñas
que crecimos con miedo de nuestro reflejo en el espejo, metiendo barriga y
temiendo el número que mostrara la báscula. La historia de todas las niñas que
crecimos haciendo malabares con la comida.
A los 11 años, decido dejar de ir a la playa y la piscina porque juzgo que
no tengo suficiente pecho como para llenar un bikini.
A los 12 años, soy incapaz de ir a comprar sujetadores sin echarme a
llorar. Relleno el mío de papel higiénico y rezo porque no se note.
A los 13 años, meto barriga cuando llevo traje de baño intentando parecer
más delgada y, por ende, más bonita.
A los 14 años, mis amigas se quejan de lo gordas que están cuando pesan
incluso menos que yo.
A los 14 años, “gorda” o “fea” es lo peor que se me puede llamar siendo
chica. Todas temblamos de miedo al oír esas palabras utilizadas como insultos y
ni siquiera se nos pasa por la cabeza la posibilidad de que no tienen por qué
serlo.
A los 14 años, una de mis mejores amigas tiene que convencerme para ir a
una excursión del instituto porque no me atrevo a mostrarme en bikini delante
de mis compañeros.
A los 14 años, soy yo la que tengo que convencer a una de mis mejores
amigas para que se bañe en la piscina de un campamento porque le da vergüenza
que le vean las mollas.
A los 14 años, la madre de acogida de una familia de intercambio inglés nos
cuenta que a los 17 años perdió a casi todas sus amigas. Murieron de anorexia.
Ella sobrevivió para contarlo.
A los 14 años, el chico que me gusta del campamento le dice a mi prima que
no hablará conmigo porque soy fea. Me duermo llorando.
A los 16 años, tengo que amenazar a una amiga con chivarme a sus padres si
no deja de vomitar porque está empezando a escupir sangre.
A los 16 años, la hermana pequeña de 13 años de mi novia ya ha estado
internada antes por anorexia. Mi novia no se atreve a comer en público porque
está gorda.
A los 16 años, dejo de ir a clase y están a punto de suspenderme la
evaluación porque no me siento lo suficientemente guapa como para salir de
casa. Mi psicóloga lo llama “episodio obsesivo-compulsivo”. Yo me pregunto si
no me he limitado a llevar al extremo una obsesión que todas compartimos.
A los 17 años, mi ex novia se echa a llorar yendo de compras porque no
encuentra tallas que le sirvan a su cuerpo.
A los 17 años, vuelven a internar a la hermana pequeña de mi ex novia por
anorexia.
A los 17 años, mi hermana de 13 años me cuenta que una de sus amigas de
verano vomita lo que come para adelgazar.
A los 17 años, pienso que ya que no puedo ser guapa, al menos estaré
delgada. Por suerte, no aguanto más que unos días sin comer más que una manzana
y un zumo al día.
A los 17 años, una de mis mejores amigas me confiesa que vomita lo que
come.
A los 17 años, me cuentan que la ex novia de una amiga común follaba con
camiseta para que no le vieran la tripa.
A los 17 años, una amiga de verano se descarga una aplicación para calcular
cada caloría de cada gramo que ingiere en la comida.
A los 17 años, una amiga me pasa a mí la bolsa de Cheetos porque le da
vergüenza que un grupo de chicos desconocidos la vea comer “comida de gorda”.
A los 17 años, una de mis mejores amigas me cuenta que fue anoréxica y la
internaron por dejar de comer. A veces aún se le olvida hacerlo.
A los 17 años, me enamoro de otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo cuando
me cuenta que solía vomitar lo que comía.
A los 17 años, desconocidas acuden a mí en Twitter para pedirme ayuda para
volver a comer. Para pedirme ayuda porque su novia, su hermana, su amiga se
auto-lesiona porque no se quiere y ha dejado de comer.
A los 18 años, leo en Twitter que una amiga tiene ganas de “volver a
meterse los dedos” porque ha salido de compras y las tallas no le estaban.
A los 18 años, empiezo a conocer a otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo
cuando me cuenta que tuvo problemas con la comida. Es el pan mío de cada día.
El pan nuestro de cada día.
A los 18 años, hablo sobre acoso escolar porque un niño se ha suicidado y
me llegan historias de niñas martirizadas por “gordas”.
A los 18 años, empiezo a conocer a otra chica. Ya ni siquiera me sorprendo
cuando me cuenta que tuvo un trastorno alimenticio. Es el pan mío de cada día.
El pan nuestro de cada día.
A los 18 años, estoy cansada. Me levanto todos los días en un mundo en el
que tengo miedo de que las mujeres a las que quiero dejen de comer.
A los 18 años, estoy cansada. Me levanto todos los días en un mundo en el
que mujeres mueren por impedirse a sí mismas comer.
A los 18 años, estoy cansada. Estoy acostumbrada a odiar mi cuerpo; es una
costumbre que he heredado de las mujeres de mi familia, que he pulido con mis
amigas.
A los 18 años, estoy cansada. Temo no decirle lo suficiente a mi pareja
cuánto adoro su cuerpo, con cada centímetro de grasa, por si acaso cree no ser
suficiente.
A los 18 años, estoy cansada. Me sé de memoria los trucos para adelgazar.
Mis amigas vomitan con demasiada facilidad cuando beben, es la costumbre.
A los 18 años, estoy cansada. Soy la rara de mis amigas porque nunca he
probado a hacer dieta.
A los 18 años, estoy cansada. No me parezco a ninguna de las modelos de
anuncios y carteles. Todas tienen más curvas que yo y, gracias al quirófano,
logran combinarlas con un vacío en la barriga.
A los 18 años, estoy cansada. Pretenden que miles de mujeres que pesamos
más que las modelos nos conformemos con 3 o 4 iconos de “tallas grandes” en la
tele.
A los 18 años, estoy cansada.
A los 18 años, mi madre me pregunta por qué soy tan radical y estoy tan
enfadada con el mundo. Ese mismo mundo que ha intentado matarnos de hambre. Me
pregunto cómo no estarlo.
Pero a los 18 años, algo cambia. Es gracias a un trabajo interno que me ha
llevado años; le ha costado dinero a mis padres, tiempo y paciencia a mi
terapeuta, muchísima fuerza a mí misma. Pero ya no me odio.
Ir de compras ya no es una tortura, es una diversión. Si lloro, será de la
risa probándonos ropa extravagante.
Me atrevo por fin a ponerme sujetadores sin relleno ni push-up. Fotografío
mis pechos y en los buenos días, me gusta lo que veo; en los mejores, me da
igual porque sé que soy mucho más que eso.
Mi ex novia, ahora una de mis mejores amigas, se atreve por fin a llevar
camisetas cortas estando gorda.
Mi novia y mis amigas vuelven, poco a poco, a comer. Yo ya no dejo de
hacerlo.
La hermana con anorexia de mi ex novia sigue viva. Se está recuperando.
Mi mejor amiga ya no ha vuelto a vomitar la comida.
A los 18 años, en el colectivo feminista en el que estoy empapelamos
Valencia de pegatinas contra el canon de belleza. La campaña se extiende por
todo el país, llega a los miedos e incluso traspasa nuestras fronteras.
A los 18 años, somos tendencia nacional escribiendo en Twitter sobre cómo
somos más que nuestra talla.
A los 18 años, me preguntan en una entrevista por qué hemos empapelado
ciudades contra el canon de belleza. Yo me pregunto cómo no íbamos a hacerlo.
No recuerdo qué respondo, pero lo llamo contraataque por dentro.
A los 18 años, mi madre me pregunta por qué soy tan radical y estoy tan
enfadada con el mundo. Ese mismo mundo que ha intentado matarnos de hambre. Me
pregunto cómo no estarlo.
A los 18 años, me dicen que el feminismo actual ya no es revolucionario. Me
dicen que la lucha por el amor propio de las mujeres no es revolucionaria. Me
pregunto si tampoco llaman dictadura a la del canon de belleza.
A los 18 años, me dicen que los hombres también sufren el canon de belleza.
Yo no lo niego, pero ¿acaso sus vidas y las de sus hijos, nietos, hermanos,
primos, padres, novios, esposos y amigos están también manchadas de hambre y de
vómito?
A los 18 años, me pregunto qué hacemos mis amigas y yo en comparación con
las sufragistas. Entonces recuerdo que hemos rescatado nuestras vidas del hambre
y el vómito. Y cada día luchamos porque otras decenas, cientos, miles de chicas
las recuperen también.
A los 18 años, me pregunto para qué me sirve a mí el feminismo en mi día a
día. Entonces recuerdo que mis amigas y yo ya no queremos morirnos de hambre.
A los 18 años, me dicen que la lucha por el amor propio de las mujeres no
es revolucionaria. Me pregunto si acaso los que lo dicen han perdido alguna vez
sus vidas en las manos del espejo y la comida. Me pregunto si acaso
recuperarlas no es, de alguna forma, nuestra propia revolución.
A los 18 años, me pregunto si tengo motivos para estar orgullosa de mí
misma. Entonces recuerdo que he aprendido a quererme en un mundo que odia mi
cuerpo. Lo llamo revolución.
A los 18 años, estoy más enamorada de mi cuerpo de lo que jamás lo estaré
de nadie. Lo llamo revolución.