La loca es, ante
todo, una mujer traumatizada.
No todas las
mujeres están traumatizadas, en teoría.
Cada mujer que
aprieta el paso al volver sola a casa de noche demuestra lo contrario.
Cada mujer que no
proclama firmemente “no, no quiero” ante una circunstancia que la violenta en
cuerpo y alma demuestra lo contrario.
Cada mujer que
hace la “operación bikini” demuestra lo contrario.
Cada mujer que se
empequeñece ante el hombre que le levanta la boz demuestra lo contrario.
Esta lista es
interminable. Todas las mujeres estamos traumatizadas (algunas, más que otras;
no es lo mismo ser una mujer negra y pobre en un país africano en guerra que
una mujer negra con estudios universitarios en un barrio marginal de Nueva
York, menos aún que una mujer blanca casada con un empresario en un barrio pijo
de la misma ciudad).
Todas las
mujeres, repito, estamos traumatizadas. No ser capaz de asumirlo es uno de los
rasgos básicos del trauma.
Al fin y al cabo,
el “Trastorno por Estrés Post-Traumático” se inventa para poder diagnosticar al
veterano de guerra: el hombre blanco, previamente estable.
En primer lugar,
me pregunto ¿cómo es factible que se empiece a tener en cuenta el trauma cuando
es el verdugo el que sangra por dentro? ¿Qué tipo de mundo decide pasar por
alto el trauma colectivo y centenario de habitar una tierra usurpada
(“conquistada”), un cuerpo esclavizado o explotado?
Un mundo de
potencias imperialistas dirigidas por hombres blancos que generan guerras en
países ajenos en búsqueda de la acumulación de capital.
Pero no acaban
aquí mis preguntas.
En segundo lugar
¿qué era de ese hombre blanco antes de volver de la guerra, antes de partir a
la guerra? ¿Era un hombre inestable ya? Si lo era ¿se validaba su
inestabilidad, canalizada en forma de agresividad, como pilar básico de la
dominación patriarcal y la supremacía blanca?
Mi respuesta es
sí.
Los hombres
blancos no son “agresivos” porque no son “histéricos” ni “peligrosos”.
Las mujeres que
hablan en el mismo tono de voz que ellos, las mujeres impulsivas, las mujeres
decididas, las mujeres que no disimulan su propio dolor sí son “histéricas” y
hasta no hace mucho se las lobotomizaba por ello.
Los negros,
gitanos-romaníes, árabes que conducen coches como ellos (aunque probablemente
más baratos), que fuman en parques como ellos (probablemente parques más
sucios), que cogen vuelos como ellos (probablemente a países más pobres); sí
son “peligrosos” y les esposa la policía tras hacerles bajarse del coche y les
asesina de un disparo, les detiene la guardia civil y se les expulsa del país,
les para un guardia de seguridad del aeropuerto y no se les permite subir al
avión.
Me repito, pero
lo tengo claro: la loca es una mujer traumatizada. Todas las mujeres estamos
traumatizadas. El trauma empieza a definirse a través de la experiencia del
hombre occidental blanco que ejerce a su vez violencias traumáticas para las
mujeres y personas racializadas del mundo. Las conductas de este mismo hombre
occidental blanco no se patologizan ni se condenan, ni le llevan a la muerte o
a la deportación o a la usurpación de sus derechos, como sí les sucede a las
mujeres y a las personas racializadas (y especialmente, a las mujeres
racializadas).
Sin embargo, si
todas las mujeres estamos traumatizadas ¿por qué las locas solo somos unas
cuantas (porque “loca” se es, no se “está”)?
Obviamente, no
todas las mujeres vivimos la misma experiencia ni sufrimos de forma igual de
sangrienta los ataques más o menos directos, más o menos sutiles del
patriarcado. Pero esa es tan sólo una aclaración.
El motivo
principal por el que, aun estando todas las mujeres traumatizadas, no todas son
locas (porque loca se es como se es, por ejemplo, lesbiana; “loca” es una
identidad impuesta y reapropiada) es que no todas las mujeres reaccionamos
igual al trauma. Algunas callan, otras lloran durante días sin poder levantarse
de la cama. Algunas callan, otras escuchan voces y ven manchas borrosas.
Algunas callan, otras creen ser perseguidas u odiadas por su entorno. Algunas
callan, otras hiperventilan y pierden el contacto con la realidad. Algunas
callan, otras se auto-lesionan físicamente y se drogan. Algunas callan, otras
se provocan el vómito después de atiborrarse a comida, cuando no ayunan.
Otra lista
interminable. Porque las locas somos muy diferentes entre nosotras y
reaccionamos al trauma de formas igual de diferentes, pero hay un factor común:
nuestras reacciones son formas de resistencia. Y si entre las cuerdas también
existen múltiples diferencias (no es lo mismo una mujer empeñada en que la vida
le sonríe cuando esta no lo hace que una mujer que sufre pero cuyo sufrimiento
nunca será patologizado porque se la necesita como eslabón supuestamente “sano”
de la cadena de montaje de una fábrica, porque por ser negra se la identifica
con el estereotipo de “mujer fuerte” y se le prohíbe así el acceso a la
fragilidad de la llamada “enfermedad mental”); existe igualmente un factor
común: su no-reacción es una forma de privilegio.
¿Qué coño quiere
decir que reaccionar al trauma es una forma de resistencia? ¿No es, acaso, lo
natural? ¿No es, en todo caso, supervivencia o auto-destrucción dependiendo de
cómo lo mires y de quién se lo pregunte?
Para mí,
reaccionar al trauma es en efecto una forma de resistencia porque reaccionar al
trauma, sea de la forma que sea, implica señalar consciente o inconscientemente
al mismo mundo que te ha traumatizado. Y recalco el “consciente o
inconscientemente” porque esto no quiere decir que las únicas locas seamos las
que nos reapropiamos de esta etiqueta política, las que nos hemos dado cuenta
de que es el mundo en el que vivimos el que está verdaderamente “enfermo”.
Lo recalco porque
lo que quiero decir no es eso, sino que nos demos cuenta o no, nuestros
cerebros chillan por nosotras que algo no va bien. Y nuestros cerebros son
órganos plásticos que reaccionan al mundo que habitan los cuerpos que los
albergan. Nuestros cuerpos. Nuestro mundo de mierda.
Por eso, la
locura es siempre para mí una forma de resistencia, quizás una de las formas de
resistencia más valientes y peligrosas que conozco. A las locas nos atan e
inmovilizan a la fuerza, aislándonos durante horas en habitaciones solitarias.
A las locas nos drogan sin informarnos debidamente de los efectos secundarios y
la contribución a la cronificación del sufrimiento de la “medicación” que nos
recetan. A las locas nos arrebatan a los bebés en los hospitales alegando que
no seremos buenas madres, si es que no nos han disuadido ya de serlo ante el
convencimiento de que el peligrosísimo “gen” de la “enfermedad mental” lo
heredarán nuestras pobres criaturas condenadas ya antes de nacer. A las locas,
especialmente si somos racializadas y sobre todo en el caso de que seamos
negras, la misma policía a la que nuestro entorno más cercano recurre para
ayudarnos nos asesina de un disparo ante cualquiera de las llamadas “crisis”
que podamos estar “sufriendo”.
Pero, tras
escribir esto, seguía sin tener del todo claro qué diferencia a una mujer
cuerda cualquiera de una mujer loca cualquiera. Ha sido al recordar la
definición de “persona trans” que me han dado compañeras trans (esta es:
aquella que sufre transfobia, y recordemos, la opresión no es solo que te maten
o que te nieguen un puesto de trabajo; es también el auto-odio aprendido de una
sociedad que te odia en sí misma aunque no siempre te lo demuestre
explícitamente…). Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de ser o no ser
loca no depende de tu reacción más o menos patológica a un mundo que te
traumatiza, del tipo de reacción (neurótica o psicótica, ansiosa o depresiva,
alucinativa o delirante; y mil términos más para los que me faltan comillas
porque no son sino constructos sociales elaborados principalmente por hombres
blancos occidentales, cuerdos, para patologizar una respuesta natural por parte
de las oprimidas al susodicho mundo de mierda que habitamos).
Y es que ser o no
ser loca depende de estar sujeta o no a sufrir abusos de poder por parte de
aquellas y, principalmente, aquellos que no lo son. Depende ya meramente de que
exista una jerarquía, un poder acaparado por aquellos que pueden permitirse
maltratarte si así lo desean y así les conviene.
La loca no lo es
por su diagnóstico ni por su vivencia, por peligroso aunque informativo que sea
el primero y crucial que sea la segunda, lo es por la violencia estructural que
algunos (y, a veces, algunas) ejercen sobre ella de forma directa o indirecta.
Digo “de forma
directa o indirecta” porque anteriormente he enumerado unos cuantos ejemplos de
los tipos de violencia más visceral que se perpetúa contra nosotras como locas
que somos. Y me he dejado otros, como los comentarios sin ninguna mala
intención pero que se acumulan uno detrás de otro (eso que muchos llaman
“estigma”, palabra que me chirría por simplificar todas las violencias ya
mencionadas y reducirlas a actitudes individuales y discriminaciones laborales)
y te llevan a ocultar tu diagnóstico o tomarte la medicación a escondidas en el
baño del bar en una cita. Como las presiones sociales para estudiar y trabajar
cuando tu cuerpo loco, tu mente loca se ve incapacitada por la sociedad para
hacerlo en unos ambientes que no se adaptan a sus necesidades y sus tiempos,
tus necesidades y tus tiempos. Y un largo etcétera.
Para concluir,
¿por qué hablo de la loca, y no porque utilice todo el rato el femenino
genérico, sino porque hablo en efecto de la mujer loca?
Hablo de la mujer
loca porque, si la locura es política, está intrínsecamente ligada a la
condición de mujer. Porque el hombre (especialmente el hombre blanco
occidental) traumatizado por el sistema que se resiste a este y se “vuelve
loco” no ve su realidad patologizada con la misma rapidez y eficacia con la que
se patologiza la existencia de la loca, y es así cuando su agresividad se
consiente e incluso potencia y retroalimenta; porque podemos ser testigos de
como su trauma se ve validado cuando, ante los mismos “síntomas”, al loco se le
diagnostica TEPT (Trastorno por Estrés Post-Traumático) y a la loca, TLP
(trastorno límite de la personalidad).
Pero hablo de la
mujer loca antes que del loco en general o del hombre loco en particular, sobre
todo, porque si (como ya he dicho antes) es el mundo el que está “enfermo” es
la mujer la que limpia el vómito. Es la mujer la que acaba en carne viva de
tanto cargar a su espalda con este reloj maldito cuyos engranajes se le clavan
en la piel y le rompen los huesos a más de la mitad de la humanidad.
En definitiva, si la locura es política y es radical, si la locura es resistencia, la mujer loca lo es todavía más y de una forma mucho más visceral.