Soy
lesbiana, llevo el pelo corto “como un chico” y fui con traje “de hombre” a mi
graduación del instituto.
En
principio, a muchas esto no les hará levantar la ceja. Somos libres de llevar
el peinado que nos plazca, de vestir como nos plazca y de hacer lo que nos
plazca mientras no atentemos contra la libertad de nadie, dirán. ¿Qué
importancia tienen tus elecciones personales mientras no le hagan daño a
nadie?, me preguntarán. Algunas incluso me acusarán de pretender “llamar la
atención” cuando escribo este artículo.
Y yo,
sin embargo, me niego a dejar de escribirlo. Me niego a quitarles importancia a
mis elecciones “personales” en un mundo en que, como dijo Kate Millett y no me
cansaré de repetir, lo personal es político.
Cuando
digo “lo personal es político” quiero decir que todas y cada una de mis
elecciones “personales” vienen influenciadas, condicionadas, por una serie de
expectativas y enseñanzas que la sociedad me ha impuesto o transmitido, según
la presión que haya ejercido sobre mí en cada caso. Cuando digo “lo personal es
político” quiero decir que la libertad es, como mucho, relativa en un sistema
patriarcal que juzga en el mejor de los casos y se apropia directamente en el
peor de ellos de los cuerpos de las mujeres.
Y
nosotras, las mujeres arco iris en general y las lesbianas en particular, hemos
crecido en un sistema que no sólo manda sobre nuestros cuerpos y nos obliga a
odiarlos y controlarlos obsesivamente sino que impone sobre ellos unos cánones
que van más allá de la delgadez impuesta o la blancura de la piel, por ejemplo.
Nosotras sentimos más que nadie, más que ninguna otra mujer, la férrea atadura
de los roles de género que se empeñan en encasillar nuestros cuerpos.
Porque
la expresión de género de las mujeres no ha sido nunca de libre elección. El
pelo largo, el maquillaje, los tacones, las faldas y los vestidos, el andar con
ligereza y el sentarse con las piernas cerradas, la ausencia de vello facial y
corporal… son múltiples las exigencias de una sociedad que construye lo que
significa ser “mujer” basándose en falacias biológicas y lo traslada en forma
de comentarios, publicidades, expectativas y representaciones sobre nuestros
cuerpos.
Pero la
expresión de género de las mujeres que, como dice Monique Wittig, no acabamos de ser mujeres es un tema
todavía más peliagudo.
¿Que no
acabamos de ser mujeres? ¿Desde cuándo amar a otra mujer te convierte a ti
misma en menos mujer? Pues desde que
“mujer” es una categoría cuya definición gira alrededor del hombre; desde que
las mujeres, como la sociedad nos recuerda constantemente, existimos en un
patriarcado para complacencia masculina.
Y si no
somos mujeres del todo porque no cumplimos con los requisitos esperados de toda
mujer, es decir, el existir por y para el hombre; ¿cómo hemos expresado históricamente
esa ausencia de “mujeridad”? A través
de una expresión de género que subvertía los cánones y jugaba con los roles
como le placía.
Así,
las lesbianas hemos sido tradicionalmente “masculinas” en un mundo que en el
mejor de los casos evitaba y evita, y en el peor de ellos castigaba y castiga,
la “masculinidad” en las mujeres. Nos hemos cortado o rapado el pelo; hemos
vestido pantalones y hasta traje, corbata o pajarita; hemos engordado con menor
preocupación (o la hemos disimulado); hemos cubierto nuestros pechos y dejado
crecer el vello que florecía en nuestro cuerpo; e incluso hemos llevado
calzoncillos.
Esta
masculinidad no se ha expresado igual a través de las naciones, las razas o los
géneros; así, por ejemplo, muchas lesbianas negras han visto cómo sus
compañeras blancas las presuponían butch
(palabra anglo que designa a las lesbianas “masculinas”) tan sólo por la menor
feminidad asociada socialmente a su color de piel. Así, por ejemplo, muchas
lesbianas trans han visto cómo se les exigía injustamente una mayor “feminidad”
para compensar por ser,
supuestamente, “menos” mujeres.
Pero si
algo es cierto, si algo puede afirmarse, es que las mujeres en general y las
lesbianas y otras chicas arco iris en particular hemos peleado por conquistar una
expresión de género reservada a los
hombres, una expresión de género caracterizada por una mayor comodidad y
soltura habitando el propio cuerpo.
Es por
eso que recordamos a mujeres como Lucía, la primera puertorriqueña en llevar
pantalones. Es por eso que todavía hoy demuestra cierta rebeldía el llevar las
axilas peludas o ir a la playa sin depilarse las piernas o las ingles. Es por
eso que todavía hoy te arriesgas a recibir miradas de extrañeza o a ser
directamente importunada si te pruebas ropa del departamento “de hombres” en
las tiendas.
Por
todo esto, para mí, cortarme el pelo “a lo chico” hace dos años y graduarme
“vestida de hombre” hace uno supuso toda una pequeña victoria personal. Fue una
muestra de orgullo para una chica que se lavaba todos los días la melena y se
la echaba hacia atrás constantemente para vigilar su peinado, que no posaba de
perfil ni se quitaba las gafas por encontrar que su nariz aguileña le daba un
aire demasiado masculino a su cara,
que no salía de casa con un solo pelo en el cuerpo, que adoraba las faldas y
los estampados florales y el color rosa (y los sigue adorando, y demostrándolo
en su vestimenta) y detestaba los chándales y las sudaderas.
No es
que dejara de gustarme lo que ya me gustaba. No es que dejara de disgustarme lo
que ya me disgustaba. Es que descubrí que, durante años, había habido algo más
que mis gustos entre la masculinidad
y yo; había existido, siempre, una presión social para ser lo más femenina posible.
Y,
desde el momento en que me reconocí como lesbiana y empecé a salir del armario,
esa obsesión con la feminidad impuesta se acentuó por no querer parecerme a
esas “camioneras”, a esas “marimachos”. Recordaba con pavor como, en Primaria,
nos metíamos con una compañera por jugar a fútbol y ser más “chicote”; veía
cómo miraban los hombres y cómo desconfiaban las mujeres de las “bolleras” que
no pasaban precisamente desapercibidas gracias a su expresión de género.
La
culpa no era mía, desde luego. Yo solo intentaba desesperadamente seguir contando como mujer en un momento en que
sentía, sin saberlo conscientemente, cómo mi orientación sexual chocaba
inevitablemente con la definición tradicional de la “mujeridad”. Ya tenía
bastante con aceptar esa nueva versión de mí misma como para darme de bruces
encima con una imagen diferente en el
espejo.
Pero
pasaron los meses y el orgullo fue sustituyendo a la vergüenza. Pasaron los
meses y conocí a algunas de esas “camioneras”, esas “marimachos”, y descubrí
cuán maravillosas eran y cuánta valentía se advertía en la fidelidad que se
tenían a sí mismas. También conocí lesbianas y bisexuales “femeninas” (femme, en inglés) y descubrí que no por
seguir la norma nos acercábamos más a lo esperado de nosotras en cuánto a que
nosotras nunca seríamos lo que se espera
de una mujer y nuestra expresión de género no nos hacía, por tanto, menos
lesbianas.
Así,
llegó un día en que cada vez me importó menos alejarme del concepto
preestablecido de mujer. Llegó un día en que me di cuenta de que yo no solo no
conseguiría nunca, sino que tampoco quería, parecerme a esa mujer ideal que
necesitaba el patriarcado para sobrevivir. Prefería ser una rebelde; prefería
jugar con los roles de género, ponerme falda y tacones un día y zapatillas y
pantalones otra, pintarme los labios puntualmente para ir a clase pero luego
salir de fiesta “sin arreglar” (porque yo, compañeras, no necesito de ninguna
pincelada de feminidad que me
“arregle”; ni yo ni ninguna de nosotras).
Así,
llegó un día en que dejé de avergonzarme de lo que era y empecé a apreciar la
rica Historia de mujeres, “masculinas” o “femeninas” (y algunas, como yo,
“masculinas” Y “femeninas”); que habían allanado el camino a las que veníamos
después. Empecé a llevar esa Historia de valentía y orgullo, de resistencia
ante un mundo que quiere aniquilarnos, impresa en la piel y envolviéndome como
un aura de legitimidad llevara la ropa que llevara.
Hasta
que un día, un chico me preguntó por qué me había cortado el pelo y yo no lo
recordé que no era por ser lesbiana porque, sinceramente, un poco sí que era.
Y a mucha honra.