Hace unos
pocos años que manifiesto un interés creciente por los estudios psicológicos y
sociológicos que se hacen sobre los Trastornos de la Conducta Alimentaria, su
incidencia, sus factores causales, sus tratamientos. Decir que manifiesto un
interés es en realidad bastante eufemístico, dado que es prácticamente desde
que empecé a presentar lo que se denomina clínicamente “dismorfia corporal” que
no puedo dejar de investigar, leer, conversar sobre estos problemas de salud
emocional.
Esto se debe a
que creo fervientemente que hace falta entender el problema, ahondar en el
pozo, en definitiva, meter el propio dedo en la llaga para empezar a sanar. Y
claro que quiero sanar. Ya estoy en el proceso, ya no me obsesiona mi imagen
hasta el punto de dejar de asistir a clase o saltarme compromisos sociales
porque me horroriza lo que veo en el espejo; y, de hecho, ya casi nunca me
horroriza lo que veo en el espejo. He dejado de provocarme el vómito, a pesar
de que a veces me entran náuseas sólo de toser y de que, de una forma u otra,
soy consciente de que este fantasma me va a acompañar siempre.
Pero los
fantasmas no equivalen a problemas reales, de esos que te discapacitan, que te
impiden seguir disfrutando de tu día a día o, al menos, cumplir con tus
obligaciones estipuladas (estudiar, trabajar, etc). Por eso sé que soy
afortunada: sin tratamiento, hasta el 20% de personas con Trastornos de laConducta Alimentaria severos mueren.
Es una
estadística muy manida entre las personas que hemos estado cerca de desarrollar
un Trastorno de la Conducta Alimentaria “en toda regla”, para quienes los han
llegado a desarrollar, para quienes amamos a personas afectadas. Los
especialistas nos avisan, Internet nos avisa, y nosotros nos sabemos los
porcentajes de memoria. Pero nos queda preguntarnos ¿por qué hay tantas
personas que están sufriendo y no están en tratamiento?
Hay muchas
posibles respuestas a este interrogante. También hace falta cuestionarnos el
mandato del tratamiento tradicional, puesto que hay variedad de tipos de abordaje
para los dolores emocionales y no todos tienen por qué consistir en la misma
modalidad de terapia cognitiva y conductista. Puesto que, con la amenaza de losingresos involuntarios y la sobremedicación psiquiátrica planeando sobre
nuestras cabezas, me resulta más que comprensible que muchas personas acabemos
desconfiando, en mayor o menor medida, del especialista de turno.
Y sin embargo,
está claro que hay tratamientos probados, y profesionales afines, y yo soy la
primera que considera que no estaría aquí hoy día si no fuera por la terapia. Así
que, nuevamente, toca preguntarse ¿por qué hay tantas personas sufriendo y sin
tratamiento?
La respuesta
es tan vieja como el propio sufrimiento: si las fuerzas del liberalismo
económico ya empujan para privatizar todos los servicios posibles, imaginaos lo
que pasa con la salud mental y emocional. Nos cuentan las estadísticas que, en 2015, los hospitales públicos españoles tenían menos de cinco psicólogos por cada 100.000 habitantes. Si esta cifra no asusta lo suficiente de por sí, siempre queda
hablar con cualquier persona cercana que haya sentido tanto dolor emocional
alguna vez como para verbalizarlo y pedir ayuda en el hospital que le toque. Preguntar:
¿cuánto tardaron en atenderte? ¿Cada cuánto te daban cita para terapia? ¿Sentiste
que te ayudaban de verdad?
Yo he sido,
nuevamente, afortunada: asistí a terapia con psicólogas privadas desde los 15
hasta los 18 años, más o menos. Para la mayoría de mi entorno, no ha sido así.
Cuando empiezas a ofrecerte a fotocopiar las hojas que te reparten en terapia
para que tus amigos puedan leerlas, cuando envías a decenas de personas estas
mismas hojas escaneadas por correo electrónico, te das cuenta de que el
problema que tenemos con la Sanidad pública en este Estado del bienestar no es
menos problema cuando hablamos de salud mental y emocional.
En el centro
de día privado al que acudo a terapia individual, yoga y demás, especializado
en tratamiento psicológico para trastornos emocionales, de la personalidad y de
la conducta alimentaria, estoy segura de que el convenio con la Seguridad
Social ha salvado vidas. Pero ¿qué pasa en otros Estados? Y, sobre todo ¿qué
pasa en nuestro propio Estado cuando no hay cómo saltar económicamente (es
decir, recurriendo a la privada) los obstáculos burocráticos que supone acceder
a un tratamiento digno y continuado para problemas de autoestima y Trastornos
de la Conducta Alimentaria?
Porque sí,
vuelvo a los Trastornos de la Conducta Alimentaria. Porque la anorexia mental es considerada el trastorno con mayor índice de mortalidad en salud mental. Porque he visto cómo
mis amigos adelgazaban obsesivamente, o engordaban compulsivamente; porque
conozco los atracones y sus efectos, así como los respectivos trucos para
vomitar con mayor facilidad que me niego a mencionar.
Y ¿qué
posibilidades se le ofrecen para recuperarse a una joven de familia de clase
trabajadora, cuyos padres probablemente ni siquiera se tomen en serio la salud
mental y emocional de su hija porque la terapia es para ricos (que es otra
forma de decir “los pobres no nos podemos permitir pagar terapia”)? Son muchas
las familias que, ante los Trastornos de la Conducta Alimentaria de su prole,
reaccionan preguntándose qué han hecho mal y qué está haciendo mal su hijo o su
hija para no poder vivir con normalidad.
Pero es que
todos lo hemos hecho mal. Se habla de la epidemia de la obesidad infantil pero
esto no impide que McDonald’s o Burger King tengan sus paneles de anuncios
distribuidos por toda la ciudad y ofrezcan las alternativas para “comer fuera”
más baratas para todas esas familias, que cada vez son más tras la crisis económica,
que han de recurrir a las opciones menos sanas por falta de dinero, y no loolvidemos, por falta también del tiempo y el asesoramiento necesarios paraaprender a comer más sano. Sin embargo, hablar a todas horas de la epidemia de
la obesidad infantil sí sirve para condicionar las vidas de niños y niñas
gordos que se enfrentan al ostracismo en el mejor de los casos y la persecución
y los malos tratos en toda regla en el peor; que ven como sus vidas se ven
condicionadas porque los profesionales de la salud que les atienden achacanabsolutamente todos sus problemas de salud al sobrepeso.
¿Medidas
efectivas contra la precarización de los hábitos alimentarios y la
proliferación de las cadenas de comida rápida e insalubre? No. ¿Hacer chistes
de gordos a todas horas? Sí.
Y continúo:
todos lo hemos hecho mal. Les repetimos a todas horas a las niñas de nuestras
familias lo guapas que son y cuando crecen, las abandonamos a la intemperie
ante hombres de todas las edades que se creen con derecho a toquetearlas y
asaltarlas. ¿Cuánto te puede joder emocionalmente ver que todo lo que te habían
dicho que eras y podías ser, o sea, tu cuerpo… es una puerta abierta a las
miradas, los manoseos, las agresiones sexuales que traumatizan?
Luego las
mujeres crecemos desarrollando Trastornos de la Conducta Alimentaria, de los
que se diagnosticarán (si te descubren, si se te va de las manos la pantomima,
si tus padres tienen dinero para que te traten antes de que mueras); y de los
que no. Y todo el mundo se lleva las manos a la cabeza. Pero es que todos lo
hemos hecho mal.
Lo hemos hecho
mal, tan mal que seguimos pensando que los Trastornos de la Conducta
Alimentaria (que asociamos automáticamente con la anorexia nerviosa, como si la
bulimia nerviosa y el trastorno alimentario por atracón no existieran) son
problemas de niñas blancas, ricas y delgadas. Sobre todo, ricas. Como si no existieran ya estudios que desmienten este mito.
Pero para
empezar a arreglar este error garrafal de nuestra cultura occidental con la
comida, la auto-imagen y el bienestar emocional no basta con gritar a los
cuatro vientos (y siempre en Internet) que un Trastorno de la Conducta
Alimentaria puede afectar a cualquiera, independientemente de la demografía. No
nos basta con concienciar alrededor de los Trastornos de la Conducta
Alimentaria; necesitamos medidas prácticas para el apoyo y el tratamiento para
las personas afectadas, y para eso, necesitamos inversiones económicas en salud
pública, mejor formación y asesoramiento de los profesionales, etc.
Necesitamos
que todo el mundo se pueda permitir el tratamiento para un Trastorno de la
Conducta Alimentaria. Y para eso, necesitamos que el tratamiento digno,
continuado y especializado sea gratuito.
La otra opción
es que tantas y tantas personas de familias trabajadoras, especialmente mujeres
que estudian y trabajan, sobre todo mujeres jóvenes que estudian y trabajan y
taponan el pozo sin fin del malestar emocional ayunando, dándose atracones y
purgando lo comido; sigan sufriendo en silencio.
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