Prácticamente
todo el mundo que me lee sabe lo mucho que escribo y reflexiono sobre los
trastornos de la conducta alimentaria, sobre la ausencia de una verdadera
autoestima y de unos hábitos alimentarios sanos y constructivos entre las
mujeres… y sobre mi propia experiencia con un principio de bulimia y una
dismorfia corporal que nunca ha desaparecido del todo.
Escribo
esto porque llevo años dándole vueltas a la idea de que nuestro acercamiento al
problema mortífero de los trastornos de la conducta alimentaria y de la baja
autoestima, desde el feminismo, desde la Psicología y desde prácticamente
cualquier ámbito, es insuficiente, y tremendamente pobre y limitado. Desde
especialistas que casi hasta descartan el factor de la socialización patriarcal
como condicionante para desarrollar este tipo de problemas de salud tan graves,
hasta otros que se sorprenden de que con tu inteligencia o tu conciencia
feminista hayas llegado a desarrollar esos problemas; pasando por activistas y
escritoras feministas que a mi modo de ver se quedan en la superficie y se
limitan a despotricar contra el canon de belleza y la dictadura de la delgadez.
Que yo también lo he hecho. Que hay que despotricar, y mucho. Pero ¿cuál es
nuestro análisis?
Supongo
que hablo desde la vivencia de alguien que lleva siendo consciente de la
fragilidad de su autoestima desde mucho antes de preocuparme verdaderamente por
mi peso y por lo que comía o dejaba de comer, pero también desde la vivencia de
alguien que ahora, a sus veinte años de edad, en medio del proceso de
recuperación y sin haber presentado nunca un cuadro de emergencia en lo que a
los hábitos alimentarios respecta; sigue fantaseando con reducir la ingesta de
comida y provocarse el vómito ante cada “exceso” para poder sentir que tiene el
control absoluto sobre algo en su vida. Que, si no se me dan bien otras cosas,
al menos se me dará bien estar delgadísima.
Pero
también hablo desde la vivencia de alguien que se encontró con el libro “Mi
cuerpo es un campo de batalla”, de la Colectiva francesa de mujeres Ma Colère,
y que dio entre sus páginas con un artículo de una experta en trastornos de la
conducta alimentaria estadounidense. Un artículo sobre cómo la socialización
patriarcal nos disocia a las mujeres de nuestros cuerpos. Un artículo sobre la
alta incidencia de trastornos de la conducta alimentaria tras haber sufrido
abusos sexuales.
Y, por
eso, hablo también desde la vivencia de esa chica que soy yo que cada vez que
ha sufrido tocamientos indeseados, e incluso intimidaciones, por parte de hombres
que se aprovechaban de mi ebriedad o de mi miedo a reaccionar ha estado a punto
de volver al váter y a ese alivio inmediato de, por fin, sentirse limpia.
Sin
embargo, ha sido ahora, leyendo un artículo de una teóloga sobre la
significatividad religiosa de la anorexia, cuando se me ha quedado grabada la
siguiente frase leída: “la anorexia es un trastorno ascético, en que es la
virtud y no la belleza lo que está en juego.”
Joder.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? La virtud, en la cultura occidental profundamente
marcada por sus instituciones religiosas, va intrínsecamente ligada al
auto-control más titánico y la represión más férrea de nuestros instintos más
naturales. No hay más que citar tres de los archiconocidos pecados capitales:
lujuria, pereza (muy relacionada originalmente con la tristeza)… y gula.
Siempre gula.
¿Cómo
podemos pretender que cualquier mujer, y cualquier persona que vive con un
trastorno de la conducta alimentaria, la verdad, se recupere fácilmente de uno
de estos trastornos cuando nuestra cultura entera está montada para que
mantengamos a raya el hambre? Y no se trata ya de la herencia histórica de la
Iglesia y sus mandatos; vivimos en una época en que el perfeccionismo y el
éxito son dos de las exigencias máximas por parte de nuestro entorno, en que
“triunfar en la vida” es el objetivo supremo (y, a veces, si no lo logras no
tendrás acceso ni a uno de esos supuestos derechos básicos que debería
proporcionarnos el mismo Estado). Quiero decir que este modus operandi, esta
lente de la perfección, se aplica perfectamente (valga la redundancia) a
nuestra relación con la comida.
Porque
abstenerse es virtud. Porque controlarse es virtud. Porque reprimirse es
virtud. Y, si existes como mujer en el patriarcado de la obsesión con la
apariencia en redes sociales, de la cultura de las dietas relámpago y las
cirugías estéticas, todas sabemos qué tienes que reprimir para ser
verdaderamente virtuosa a ojos de la sociedad.
Esto me
recuerda, no puedo evitarlo, a una frase que le leí hace ya años a una
activista feminista que había sobrevivido a la anorexia nerviosa en un artículo
(y qué rabia no acordarme nunca de su nombre): “la anorexia es la ingeniería
perfecta del patriarcado”. Pues sí. Es fácil llevarnos las manos a la cabeza
cuando nuestras hijas, hermanas, amigas, conocidas y parejas están en una
camilla en Urgencias porque se han quedado en los huesos, incluso antes, cuando
encontramos restos de sangre en el agua de la cisterna o de comida en los
cajones, pero ¿qué hay de la educación prematura, del tipo de sociedad en que
nos educamos las mujeres?
¿Cómo
vamos a prevenir los trastornos de la conducta alimentaria si “gorda” y “fea”
son de las peores cosas que se nos pueden decir a las mujeres? Si “gorda” y
“fea” van de la mano en esta sociedad, y de hecho, “gorda” y “fea” son
antónimos de esa virtud ya mencionada; porque cuando hablamos de anorexia no
hablamos sencillamente de obsesión con la belleza, sino de obsesión con la
virtud, pero ¿no es acaso la conexión irrompible delgadez-belleza-virtud la que
cimienta la socialización femenina?
Supongo
que no le daría tantas vueltas a todo esto, no plantearía todos estos
interrogantes cuyas respuestas creo que conocemos todas, si no fuera porque yo
he tardado años en atar cabos y percatarme de que el vivir disociada de mis
impulsos, de mi intuición y de mis emociones más básicas (hola, enfado) me han
llevado hasta el extremo de virar entre la angustia absoluta cada vez que me
enfrentaba a un plato de comida (adiós, hambre) y la necesidad de utilizar la comida
como ansiolítico hartándome a todas horas de lo primero que pillo en la nevera,
porque ¿cómo voy a comer sólo cuando tengo hambre si hace siglos que dejé de
identificar el hambre?
Nos
pasa, a muchas, durante el sexo. Nos pasa, a muchas, cuando se trata de
identificar, como decía, nuestro enfado más legítimo y de verbalizarlo, de
nuestro derecho a una disculpa o, al menos, a una aclaración. Recuerdos
suprimidos y emociones que nos son ajenas son el aliño de la ensalada que hace
tanto que nos cuesta comer a pesar de su baja carga calórica, porque sigue
siendo comida, y ya sabemos cómo de sucias nos hace sentir el metérnosla en la
boca. Mucho más fácil engullir tabletas de chocolate y correr al baño después.
Porque
la realidad es que los trastornos de la conducta alimentaria suponen una
epidemia sistemáticamente feminizada, y según estudios, no hace falta llegar a
cumplir con el cuadro clínico de uno para tener una relación insana, dañina y
hasta peligrosa con la comida y con nuestros cuerpos: 3 de cada 4 mujeres
estadounidenses (es decir, el 75%) recurren a hábitos alimentarios insalubres
que sí se cuentan como síntomas de TCAs. Dietas de dudosa efectividad y peligro
de enganche y, cómo no, de rebote y de la consecuente frustración; uso de
laxantes; vómitos auto-provocados; ejercicio físico compulsivo; evitación
obsesiva de grupos enteros de alimentos… ¿a alguien le suena?
Y ya no
sé qué concluir después de escribir todo esto ¿estamos perdidas? No, no lo
estamos, pero lo estaremos si seguimos dejando el análisis y tratamiento de los
TCAs y de sus síntomas en manos de especialistas ajenos a cualquier enfoque
sociológico y crítico con el patriarcado, mientras nosotras nos resignamos a
gritar cánticos contra la escasez de tallas en manifestaciones y llorar por nuestras
amigas. Que yo también lloro. Que yo también grito… pero no puede ser lo único
que hacemos.
Comencemos
a revolucionar la forma en que educamos, y permitimos que otros eduquen, a las
niñas de nuestro entorno. Comencemos a investigar, a leer, a debatir y a poner,
por fin, en el centro la vida porque nos la están arrebatando a golpe de
báscula y virtud.
Esto que has escrito hace pensar, mucho.Gracias Sol
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