Reflexionar
sobre las lecturas sociales y comunitarias de la llamada “enfermedad mental” o
locura siempre me lleva a plantearme una pregunta: ¿estoy negando acaso la
vinculación de tantas de mis dolencias psicológicas o emocionales con la
biología, con la neurociencia y sus entresijos?
Sin
embargo, cada vez tengo más claro que no somos quienes nos resistimos al
patológico modelo biologicista de la salud mental las que estamos pasando por
encima del cuerpo y su funcionamiento. Al revés: es ese planteamiento
científico occidental, pariente de sangre de la economía liberal e
imprescindible para el patriarcado, el que proporciona herramientas a los
médicos y especialmente a los psiquiatras que se empeñan en diferenciar
sistemáticamente el cuerpo y la mente. Es la herencia filosófica, científica y
religiosa de la cultura hegemónica la que nos condiciona para privilegiar a la
mente, ahora entendida como el cerebro y sus neurotransmisores, como si se
tratara de un “sujeto” que es posible diferenciar y sustraer del “objeto” que
es nuestro cuerpo.
Lo que
quiero decir con todo esto es que por supuesto que la biología, entendida como
la ciencia que estudia a los seres vivos y nuestros “procesos vitales”, tiene
mucho que ver con la salud mental; pero un modelo médico que bebe de la
racionalización de la mente como “comandante” supremo del cuerpo, como elemento
ajeno al cuerpo, nunca será capaz de beneficiarnos fundamentalmente a las
personas con los denominados “problemas de salud mental”.
Y es
que ¿nos importa tanto la influencia de lo biológico sobre lo psicológico si
ignoramos la manera en que nuestras vivencias vitales se inscriben en nuestros
cuerpos y modelan nuestro cerebro (un órgano, al fin y al cabo, enteramente
plástico)? ¿Si nos medicamos periódicamente (ingiriendo, al fin y al cabo,
drogas legales) para “reconducir” los caudales de nuestros cerebros pero
dejamos de lado prácticas como la meditación, el yoga, el ejercicio físico en
general o el contacto con la naturaleza y con otros seres humanos que nos
cuiden y se dejen cuidar? ¿Se trata verdaderamente de intereses científicos
íntegros, de velar por el bienestar de los seres humanos, o de obedecer a los
intereses comerciales de las farmacéuticas cuando se privilegian unos
tratamientos y se menosprecian otros con la excusa de la “biología”?
Porque no
se trata ya de protestar contra la manifestación de los sesgos sistémicos en la
administración de un tratamiento u otro por parte de especialistas, es decir,
de señalar la probabilidad de que a un niño negro le diagnostiquen "trastorno de adaptación" sipresenta los mismos síntomas que un niño blanco con diagnóstico de “autismo”.
De señalar, también, esa misma probabilidad de que a una mujer le diagnostiquen “trastorno límite de lapersonalidad” presentando los mismos síntomas que un hombre, al que lediagnosticarían “trastorno por estrés post-traumático”. Que a esa misma mujer,
si es heterosexual, le diagnosticarían antes “depresión” y si es lesbiana o bi,el susodicho trastorno de la personalidad. Y podría seguir y seguir y seguir.
Pero,
sencillamente, no se trata de eso.
Porque
no basta con “reformar” la psiquiatría; no basta con exigirles a los
especialistas que nos tratan que traten de mantener sus prejuicios aprendidos
al margen de los diagnósticos y las pastillas y los encierros a los que nos
arrojan. Se trata de ir a la raíz de la cuestión, y si vas a la raíz, te acabas
dando cuenta de que los cimientos al completo de la institución de la
psiquiatría, de la medicina incluso, están impregnados de violencia y prejuicio.
¿Hay
acaso violencia mayor que aquella que categoriza los cuerpos y los
comportamientos en “más funcional” o “menos funcional”, en vez de según
criterios de dignidad y bienestar vitales? Es esa la misma violencia que
categoriza nuestras mentes en “enfermas” y “sanas”, según el mismo criterio de
gran utilidad económica de la “funcionalidad”, y que niega nuestro derecho a
estar tristes (y, especialmente si somos mujeres sistemáticamente violentadas,
a enfadarnos). A sentir emociones “malas”, “equívocas”, “negativas”. Como si
cada emoción no fuera intrínsecamente necesaria y esencial.
Y,
contra esta violencia sistémica, no queda sino construir maneras de vivir y
sentir alternativas dentro de nuestras posibilidades en esta sociedad. El
primer paso, nadie me va a convencer de lo contrario, es empezar a escuchar a
nuestros cuerpos; y no necesitamos del “teléfono loco” que supone el psiquiatra
para que nos traduzca las señales de nuestra cabeza y nuestros órganos.
Claro
está que, para todos aquellos sujetos profundamente traumatizados por la
truncada convivencia en estos contextos tan violentos (de formas más o menos
directas, más o menos sutiles); escuchar a nuestros cuerpos es a menudo un arma
de doble filo. Si mi cuerpo ha desarrollado hipervigilancia para sobrevivir a
un ambiente de maltratos escolares o familiares, de abusos sexuales o de
racismo o de machismo en el trabajo ¿cómo hago para escucharlo? Si parece que
todo lo que hace es disparar mis alarmas a todas horas, protegiéndome de un
peligro que o bien es inevitable independientemente de mis esfuerzos por
mantenerme alerta; o bien ya ha menguado.
Sin
embargo, me mantengo en mis trece: escuchemos a nuestros cuerpos. Escuchar a
nuestros cuerpos, al fin y al cabo, no implica obedecerlos; nuestros cuerpos
los configuran al final del día nuestras decisiones también, con quién me
quedo, dónde me quedo, cuándo y por qué me quedo. Un cuerpo que se asusta a
todas horas también merece ser escuchado, y nunca dejado de lado en favor de
una falsa racionalización de pensamientos “fiables” y pensamientos “irracionales”.
No
pretendo concluir otra cosa que la siguiente: integrar la biología en la
ecuación de nuestra salud mental no puede ser simplemente un reto de los
psiquiatras que nos tratan, que tan a menudo nos medicarán con droga que, más
allá de lo insalubre y cronificante que pueda llegar a ser; está ante todo
diseñada en gran medida para que podamos seguir yendo a trabajar o a estudiar y
nuestros síntomas no sean tan vistosos, tan marcadamente diferentes.
No,
integrar la biología en la ecuación de nuestra salud mental implica comprender
de una vez, como tantos pueblos colonizados sí han comprendido a lo largo de la
Historia de la Humanidad, que nuestras mentes no son entes separados de
nuestros cuerpos que gobiernen las irracionalidades e impulsos de estos. Que
hablar de salud implica hablar del cuerpo, porque somos cuerpo, y seremos
cuerpo, y hemos sido cuerpo por mucho que se nos pretenda, demasiadas veces,
convencer de lo contrario anulando nuestras reacciones fisiológicas y las
inscripciones históricas del dolor ancestral en estas.
Muy buenas reflexiones Sol. Gracias
ResponderEliminarMe encanta tu blog
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