En
inglés, existe la expresión “get me through”, que significa que algo “me ha
sacado adelante”; pero a mí me gusta mucho más la traducción literal, algo “me
ha llevado a través”. Los libros me “llevaron a través” del maltrato escolar
(qué innecesario se me hace llamarlo “bullying”, como si se tratara de un
fenómeno ajeno al que hemos de darle nombre en otra lengua); porque todavía no
sé si ya estoy “adelante”, pero “a través” sí que pasé, estoy vivita y coleado
a mis veinte años para veintiuno.
Y es
que yo sé perfectamente que, de pequeña, la infelicidad y, me atrevería a decir
incluso, la depresión ya enraizaban en lo más hondo de mi ser. Mucho antes del
colegio, quiero decir; por las noches me echaba a llorar silenciosamente en la
cama imaginándome la muerte de mis padres, que me dejaría huérfana a tan
temprana edad. En la guardería, me costaba relacionarme con los otros niños y
prefería relacionarme con las profesoras. ¿Genética o un entorno del que apenas
conservo recuerdos, claro, puesto que era tan pequeña?
No lo
sé, pero sí que recuerdo muchos detalles que a la mayoría de adultos de mi
alrededor les pasaron desapercibidos de mi entorno a partir de los ocho años o
así. Recuerdo cómo empezó todo: yo era una niña solitaria y con la mirada
vuelta hacia dentro, que ya entonces se refugiaba en el patio del colegio de su
miedo a interactuar con el resto de niños, sumergida en un libro en una
esquinita. Cuando otra niña comenzó a acercarse a mí trayéndose sus propios
libros al recreo, acabé jugando con ella y con sus amigas.
Años
más tarde, no puedo dejar de revivir este suceso como el comienzo del fin, como
la semilla del mal; y sí, llamadme exagerada, pero a día de hoy sigo sin poder
entrar en un aula de la Universidad sin mentalizarme previamente de que no, nadie
me va a pegar, nadie me va a humillar, nadie me va a hacer luz de gas y aun
así, no voy casi a clase y cuando voy a veces me derrumbo literalmente y me
tienen que levantar del suelo mismo.
El caso
es que, en aquel inocente primer juego con las otras niñas, una se empeñó en
que teníamos que coger un medio de transporte imaginario que yo no quería
coger. Ponedle que la niña quería ir en un coche fantástico a donde fuera y la
otra niña, yo, quería coger un autobús igual de fantástico. La discusión, tan nimia,
tan trivial, acabó encendiéndonos a las dos; cuando le conté a mi madre lo
insistente que se había puesto aquella niña, me dijo que le dijera algo así
como que no podía tener razón siempre. Al día siguiente, yo, obediente, se lo
comuniqué; la conversación acabó con ella diciéndome que mi madre era malvada y
que la iban a denunciar y a meterla en la cárcel. Fue tan cruel y me lo dijo
tan seria que creo que me eché a llorar, pero como la mayoría de los recuerdos
de aquella época, se trata de un fragmento borroso de mi memoria y no sabría
decirlo con exactitud.
Ahí,
sí, ahí empezó todo. Recuerdo que se metían con mi ropa, y mis padres se fueron
de viaje y me trajeron una chaqueta muy cara, y a mí me daba muchísima
vergüenza ponérmela porque a las niñas les parecía una horterada. Recuerdo que
se comían mi almuerzo, ay, qué chiste, qué de episodio de serie cómica en que
todos nos reímos cuando los “bullies” devoran la comida del chaval vapuleado;
pero lo peor no era eso, lo peor era que luego se enfadaban seriamente conmigo
porque “me lo había comido todo yo”. Creo fervientemente que estos episodios de
mentirme repetidamente sobre la realidad y culpabilizarme por cosas que no
había hecho han jodido seriamente mi capacidad de percepción de lo que sucede a
mi alrededor.
Supongo
que debería contar también cómo aquella niña me pellizcaba, o cómo su amiga me
pegaba cachetes; o cómo, una vez que estábamos en casa de la otra amiga a la
que le hacían la vida imposible como a mí, estropeé sin querer la persiana
intentando bajarla y acabé en el suelo, sin gafas y recibiendo patadas. Fue ya
de más mayor cuando me echaron tierra en el pelo por negarme a insultar al niño
con el que los chicos de clase se ensañaban a su vez. Pero es que estoy cansada
de enumerar vehementemente todos estos episodios de violencia física para
sentir, de una vez por todas, que mi historia no es la historia de una
exagerada. Y aun así acabo de hacerlo igual.
Podría
escribir páginas y páginas sobre la forma en que este día a día de
humillaciones que se extendieron durante un periodo de aproximadamente tres
años me han jodido la salud emocional. La personalidad, incluso. Porque tengo
diagnosticado un trastorno límite de la personalidad. Porque, hasta hace poco,
me asustaba (aunque por supuesto me dejaba hacer de todas formas, qué es eso de
poner límites) que mis parejas sexuales me rozaran el cuello porque aquellas
niñas me inmovilizaban de ahí por aquel entonces.
Y no
quiero ser maniquea. Yo sé que no es culpa suya que yo haya vivido ya varios
intentos de suicidio, ni que me medique, ni que no pueda contar la cantidad de
pasta que se han fundido mis padres en atención psicológica desde que tenía
quince años; porque otras personas viven realidades similares o mucho peores y
se desarrollan de forma relativamente sana, conocen mucho mejor la estabilidad
emocional. Pero sí que estoy enfadada. Y con quienes más enfadada estoy no es
con ellas, la verdad.
Quizás
porque siempre fueron mis amigas. Quizás porque lo que más me ha jodido es que
no eran mis enemigas, no eran niñas que me marginaran y persiguieran, sino
niñas que cuando no me estaban maltratando me daban besos, me abrazaban, me
hacían magníficos regalos de cumpleaños y jugaban conmigo. Eran mis amigas. Y
supongo que eso no es sino parte del maltrato, y es por eso que lo llamo
“maltrato” en vez de “acoso”; porque eran mis amigas, mucho más que mis
acosadoras.
Pero
decía que no son ellas con quienes más enfadada estoy. Y es que ahora mismo con
quien más enfadada estoy no es con nadie, porque por fin siento que he cerrado
heridas y pasado páginas; pero durante mucho tiempo, por mucha vergüenza y pena
que sintiera al confesármelo a mí misma y a mis psicólogas, era con mis padres
y con los profesores con quienes más enfadada estaba. ¿Cómo no te dabas cuenta?
¿Cómo, si te dabas cuenta, no me sacabas del colegio o llamabas al director
para quejarte?
Hay que
tener en cuenta que, cuando yo tenía seis, siete, ocho años; el fenómeno de los
malos tratos escolares no tenía ni de lejos la visibilidad y la repercusión que
tiene ahora. Yo no conocía ningún caso de colegios y familias multadas porque
unos alumnos les hicieran la vida imposible a otros; en mi clase, con uno se
metían por gordo, con otro por listo y por gafotas, y a mi amiga y a mí nos
pasaba lo que nos pasaba no sé yo bien por qué. Y nunca pasó nada.
Pero
aun así, durante mucho tiempo he guardado tantísimo rencor a quienes, como lo
he sentido yo mucho tiempo, deberían haberme cuidado y no lo lograron. Yo no me
he sentido protegida, no, nunca me he sentido protegida de un peligro mucho más
real que los enchufes o las escaleras empinadas; y es ahora cuando entiendo lo
difícil que es proteger a una niña que no llega a casa con verdugones en la
espalda y en la tripa, que llega con lágrimas en los ojos y ganas de no volver
al cole nunca más. Pero me ha costado entenderlo. Me ha costado mucho.
Por
eso, aunque este no fuera el propósito inicial de esto que estoy escribiendo,
nos pido por favor a todos y todas que escuchemos a la infancia. Porque a mí me
hacían la vida imposible en el cole. Pero de otras abusan sexualmente sus
padres, sus tíos, sus abuelos, los amigos de la familia más cercanos y de
confianza. Si no escuchamos a la infancia ¿cómo vamos a construir vidas adultas
de cercanía y confianza verdaderas? Como leí una vez, “eduquemos a niños y
niñas que no tengan que recuperarse de sus infancias”.
Y
supongo que, ahora que ya he vomitado todo esto que todavía no había logrado
poner por escrito, puedo hablaros por fin de los libros. De cómo me “llevaron a
través” de los malos tratos en el cole.
No
tengo claro a qué edad aprendí a leer, pero supongo que a la habitual. Sí sé
que les estaré eternamente agradecida, a mi padre, por inventarse historias
para mí antes de dormir; y a mi madre, por conseguirme cuentos de todos los
tipos y leérmelos a todas horas. He crecido rodeada de libros. He crecido
rodeada de curiosidad y de ganas de saciar esa curiosidad, aun sabiendo que
responder a una pregunta sólo traerá otra más complicada todavía; he crecido
con “El Porqué De Las Cosas”. Y además, he crecido con “El Color de Nuestra
Piel”, aquel libro sobre los distintos colores que puede tener la piel de las
personas; y otros tantos que plantaron en mi interior las semillas de una vida
que hace mucho que quiero dedicar a luchar y construir por la igualdad y la
libertad verdaderas.
Así que
recuerdo muy bien, mucho mejor, la verdad, que todo lo que pasaba en el
colegio; aprenderme de memoria fragmentos de cuentos y libros de tanto leerlos
y escucharlos a todas horas. Recuerdo las ilustraciones, y las cubiertas
machacadas, y las esquinitas dobladas de las páginas. Pero, sobre todo,
recuerdo Matilda.
Matilda,
escrito por Roald Dahl e ilustrado por Quentin Blake, es el libro que cuenta la
historia de una niña a la que sus padres no le hacen ni caso y además tratan
muy, muy mal; y cómo empieza el colegio, cómo se venga de una directora igual o
más malvada que su familia, y cómo toda la magia que brota de las yemas de sus
dedos y le permite, en definitiva, construirse esa vida mejor va acompañada
siempre de la pura magia de las páginas.
Y ha
sido hoy cuando me he encontrado por casualidad con un fragmento de Matilda
rondando por Internet. Y ha sido hoy cuando me he decidido a escribir esto.
Porque la vida que me estoy construyendo ahora mismo se la debo a los
especialistas que me han tratado bien y que me apoyan psicológicamente, a mi familia que me
quiere y que me cuida en mi día a día y a esas personas que no son familia,
pero que casi (y a mí misma, por supuesto).
Pero la
vida que por unas horas me sacaba de aquella rutina de vestirse, desayunar,
lavarse los dientes, darle un beso a mamá y que papá nos lleve al cole a mi
hermana pequeña y a mí, de la mano, cantando alegremente; para acabar llorando
al irme a dormir esa noche porque mañana vuelvo al cole otra vez… esa vida
libre de daño y de dolor que, estoy segura, me enseñó el valor de la esperanza
y de la ilusión se la debo a los libros.
Me alegro muchísimo de que hayas podido contar lo que cuentas. Y lo que eso supone de bueno para ti. En el camino de tu vida, acabas de recorrer un tramo difícil entre bosques, tinieblas y montañas...Has llegado a un valle precioso y lleno de luz. Aunque surjan nuevas cordilleras en el futuro que tengas que superarserá más fácil, y sabrás que hay un valle precioso esperándote...Te quiero
ResponderEliminarQué enorme, Sol. Te entiendo más de lo que me hubiera gustado poder elegir. Gracias por este texto.
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