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Así, como ya comenté en la primera entrada, el movimiento
body positive trata en muchos sentidos de redefinir la belleza. Redefinimos la
belleza como subjetiva, como una belleza de todas y para todas, sin límites de género, de peso, de espacio, de color, de altura, de edad o de capacidad.
Así, podemos afirmar sin tapujos que, si nos vemos a través de nuestros propios ojos y estos miran a través de un velo de amor propio, todas somos bellas porque ninguna lo es objetivamente.
Así, podemos afirmar sin tapujos que, si nos vemos a través de nuestros propios ojos y estos miran a través de un velo de amor propio, todas somos bellas porque ninguna lo es objetivamente.
Este es un objetivo vital para muchas. Sobre todo, para aquellas a las que les han dicho desde el principio que su cuerpo nunca podrá ser bello sin cambiar primero; más aún, que ellas nunca podrán ser queridas mientras sean cómo son. Para las gordas, para las de piel oscura, para las planas, para las trans, para las “masculinas”, para las que envejecen, para las que tienen estrías (si es que no somos todas), para las chicas con diversidad funcional o las que no tienen fuerzas ni motivación para ducharse y mantenerse limpias. El canon de belleza nos limita, nos oprime a todas porque para eso es un canon inalcanzable, para que gastemos dinero, tiempo y salud en intentar sin éxito caber dentro; pero a unas nos deja más espacio que a otras.
Sin embargo, para mí el objetivo final del movimiento body
positive es saber mirar más allá de
la belleza. Es ser capaces de despreocuparnos de ser bellas. Es ser feas
felices, feas despiertas en vez de bellas durmientes, feas que sueñan, que
hacen y, en definitiva, feas que somos y que vivimos.
Por eso, en mi propia ruta bodyposi, el mayor reto pero también el más definitivo no ha sido aprender a sentirme guapa sino aprender a quererme independientemente de si me veo guapa o no. Ahora puedo decir que me quiero en mis días malos, me quiero con el pelo sucio, me quiero con ojeras, me quiero con ropa poco favorecedora, me quiero al entrar desnuda en la ducha después de otro día cansado. Porque aunque me quiera menos, aunque me quiera pero me cueste, aunque me quiera solo en privado, me quiero porque sigue siendo mi cuerpo, el que me da un continente para todo mi contenido. El que me mantiene viva, aunque a veces me frustre su funcionamiento.
La Venus del espejo - Diego Velázquez |
Así, lo primero que hice fue intentar cambiar el que era para mí el momento más duro del día. La ducha. Ducharme, enfrentarme a mi cuerpo desnudo de tú a tú, y luego recolocarme el pelo para el día siguiente me causaba una ansiedad terrible. A veces, me agotaba tanto mentalmente que tenía que ducharme sentada; no tengo dedos para contar cuántas veces he llorado en la ducha tampoco.
Pero, dado que tenía que hacerlo igual, decidí endulzar un
poco este proceso. Por Navidad me regaló mi madre una loción hidratante de coco
(cualquiera que me conozca sabe que me flipa el coco), y después de ducharme,
una vez ya me había secado, me sentaba sobre la cisterna y delante del espejo
me untaba el cuerpo entero de crema. Totalmente desnuda. Sintiendo todos mis
pliegues y recovecos, mis llanuras y mis montes, como quien vuelve a casa
después de haber pasado mucho, mucho tiempo fuera.
Empecé a ver mi cuerpo como el de un bebé. Nadie espera
belleza de un bebé; tampoco ningún tipo de atractivo sexual. Nadie espera nada
de un bebé; la gente quiere a los bebés solo por lo que son, y por todo lo que
prometen poder llegar a ser. Así, yo me sentía como la madre que mima a su
criatura después de bañarla; me sentía al cargo de mi cuerpo, me sentía
agradecida por tenerlo, sentía una conexión más profunda con él de la que he
podido sentir nunca con otra persona.
En esta jornada de amor propio, decidí continuar redescubriendo mi cuerpo desnudo. Ya llevaba tiempo aprendiendo a gustarme con ropa atrevida, maquillada o sin maquillar, en mis innumerables selfies y posando delante del espejo. Ahora, sin embargo, estaba llegando mucho más allá.
Comencé a ponerme menos ropa cuando estaba sola en casa. A
quitarme el sujetador (para alguien que llevaba años durmiendo con sujetador
para no notarse el pecho demasiado pequeño, esto era mucho) y, finalmente, a ir
directamente en tetas. Al principio no dejaba de observarlas y cambiar de
postura para favorecerlas más; pero a base de utilizar el ordenador, de leer,
de comer en bragas empecé a acostumbrarme a que mi cuerpo no luciera siempre
perfecto. A mi cuerpo al natural. A mi cuerpo visto con mis propios ojos.
Y, por último, este verano probé a dormir desnuda (o casi). No recordaba haber hecho eso desde que era muy pequeña; pero, al fin y al cabo, todo esto trataba en parte de relacionarme con mi cuerpo como antes, como antes de que el canon me cegara, me intoxicara la mirada. A cuidarme como cuidarías de una niña.
El caso es que me metí en bragas en la cama, con la humedad
de la playa en agosto flotando en el ambiente y las sábanas pegadas al cuerpo.
Me abracé con fuerza, crucé las piernas y un rato después estaba plácidamente
dormida.
Así comencé a disfrutar de aquella pequeña liberación
cotidiana, del librarme de las capas de ropa que me aprisionaban durante el día
cada noche como quien se libra de los juicios y comentarios ajenos. Pero lo
mejor era despertarme, los brazos sobre la sábana, mi cuerpo expandiéndose en
aquella cama y la luz del sol bañando mi piel.
Despertar humana.
Despertar viva, bella o no bella, guapa o fea.
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