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martes, 2 de agosto de 2016

Las "histéricas"

La histeria femenina era una enfermedad diagnosticada en la medicina occidental hasta mediados del siglo XIX. Los síntomas eran muchos: desfallecimientos, insomnio, retención de fluidos, pesadez abdominal… y “tendencia a causar problemas”.
¿Tendencia a causar problemas? ¿Estamos acaso ante una patologización de la rebeldía femenina? Mi respuesta, queridas, es que sí: la medicina no ha sido a veces más que una herramienta más de la sociedad para controlar a las oprimidas.

Véase si no el desarrollo de la frenología, ciencia que sustentaba la creencia de la supremacía blanca sobre el resto de las “razas”. Véase la ya superada clasificación de la homosexualidad como una enfermedad (y de la transexualidad, hoy día); la esterilización forzada de mujeres indígenas, discapacitadas y enfermas mentales… y, sin ir más lejos, la ablación del clítoris practicada en Occidente hasta el mismo siglo XX a las mujeres que se masturbaban, a manos de médicos cualificados.

Pero si estoy escribiendo esto es precisamente porque creo que el mito de “la histérica” va más allá de la misoginia en la Historia de la medicina. “La histérica” es, para mí, una mujer que ha existido siempre y que sigue existiendo; “la histérica” somos todas las mujeres en algún momento de nuestras vidas.

¿Por qué, si son hombres principalmente quienes golpean con el puño la mesa, somos nosotras las “histéricas” en cuanto levantamos la voz? ¿Por qué, si la mayor parte de crímenes violentos los cometen hombres, no existe semejante alarma ante el despertar de la “histeria masculina”?

Porque la “histeria masculina” es ira y la ira, en los hombres, se tolera e incluso se aplaude. 

La ira masculina es respetable; la ira masculina impone. La ira femenina, sin embargo, se desata “porque estás con la regla”; las mujeres no estamos enfadadas, las mujeres somos unas amargadas porque estamos “malfolladas”.

Así que yo reivindico el derecho femenino a enfadarnos, a levantar la voz; a rebelarnos y a ser asertivas y hacer respetar nuestro derecho a expresar nuestro desacuerdo con un mundo que nos presupone señoritas, siempre solícitas, siempre asintiendo.

Y reivindico la necesidad masculina de desaprender la agresividad, de dejar de ser los verdaderos “histéricos” e interiorizar métodos más sanos de canalizar vuestra ira que pegar gritos y asestar golpes.

Construyamos un mundo en que no existan “las histéricas”. Un mundo en que las mujeres nos enfademos y se nos tenga en cuenta, un mundo en que los hombres os enfadéis sin recurrir a la violencia.

viernes, 22 de julio de 2016

Mujeres "masculinas"

Soy lesbiana, llevo el pelo corto “como un chico” y fui con traje “de hombre” a mi graduación del instituto.

En principio, a muchas esto no les hará levantar la ceja. Somos libres de llevar el peinado que nos plazca, de vestir como nos plazca y de hacer lo que nos plazca mientras no atentemos contra la libertad de nadie, dirán. ¿Qué importancia tienen tus elecciones personales mientras no le hagan daño a nadie?, me preguntarán. Algunas incluso me acusarán de pretender “llamar la atención” cuando escribo este artículo.
Y yo, sin embargo, me niego a dejar de escribirlo. Me niego a quitarles importancia a mis elecciones “personales” en un mundo en que, como dijo Kate Millett y no me cansaré de repetir, lo personal es político.

Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que todas y cada una de mis elecciones “personales” vienen influenciadas, condicionadas, por una serie de expectativas y enseñanzas que la sociedad me ha impuesto o transmitido, según la presión que haya ejercido sobre mí en cada caso. Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que la libertad es, como mucho, relativa en un sistema patriarcal que juzga en el mejor de los casos y se apropia directamente en el peor de ellos de los cuerpos de las mujeres.

Y nosotras, las mujeres arco iris en general y las lesbianas en particular, hemos crecido en un sistema que no sólo manda sobre nuestros cuerpos y nos obliga a odiarlos y controlarlos obsesivamente sino que impone sobre ellos unos cánones que van más allá de la delgadez impuesta o la blancura de la piel, por ejemplo. Nosotras sentimos más que nadie, más que ninguna otra mujer, la férrea atadura de los roles de género que se empeñan en encasillar nuestros cuerpos.
Porque la expresión de género de las mujeres no ha sido nunca de libre elección. El pelo largo, el maquillaje, los tacones, las faldas y los vestidos, el andar con ligereza y el sentarse con las piernas cerradas, la ausencia de vello facial y corporal… son múltiples las exigencias de una sociedad que construye lo que significa ser “mujer” basándose en falacias biológicas y lo traslada en forma de comentarios, publicidades, expectativas y representaciones sobre nuestros cuerpos.

Pero la expresión de género de las mujeres que, como dice Monique Wittig, no acabamos de ser mujeres es un tema todavía más peliagudo.
¿Que no acabamos de ser mujeres? ¿Desde cuándo amar a otra mujer te convierte a ti misma en menos mujer? Pues desde que “mujer” es una categoría cuya definición gira alrededor del hombre; desde que las mujeres, como la sociedad nos recuerda constantemente, existimos en un patriarcado para complacencia masculina.

Y si no somos mujeres del todo porque no cumplimos con los requisitos esperados de toda mujer, es decir, el existir por y para el hombre; ¿cómo hemos expresado históricamente esa ausencia de “mujeridad”? A través de una expresión de género que subvertía los cánones y jugaba con los roles como le placía.
Así, las lesbianas hemos sido tradicionalmente “masculinas” en un mundo que en el mejor de los casos evitaba y evita, y en el peor de ellos castigaba y castiga, la “masculinidad” en las mujeres. Nos hemos cortado o rapado el pelo; hemos vestido pantalones y hasta traje, corbata o pajarita; hemos engordado con menor preocupación (o la hemos disimulado); hemos cubierto nuestros pechos y dejado crecer el vello que florecía en nuestro cuerpo; e incluso hemos llevado calzoncillos.

Esta masculinidad no se ha expresado igual a través de las naciones, las razas o los géneros; así, por ejemplo, muchas lesbianas negras han visto cómo sus compañeras blancas las presuponían butch (palabra anglo que designa a las lesbianas “masculinas”) tan sólo por la menor feminidad asociada socialmente a su color de piel. Así, por ejemplo, muchas lesbianas trans han visto cómo se les exigía injustamente una mayor “feminidad” para compensar por ser, supuestamente, “menos” mujeres.
Pero si algo es cierto, si algo puede afirmarse, es que las mujeres en general y las lesbianas y otras chicas arco iris en particular hemos peleado por conquistar una expresión de género reservada a los hombres, una expresión de género caracterizada por una mayor comodidad y soltura habitando el propio cuerpo.

Es por eso que recordamos a mujeres como Lucía, la primera puertorriqueña en llevar pantalones. Es por eso que todavía hoy demuestra cierta rebeldía el llevar las axilas peludas o ir a la playa sin depilarse las piernas o las ingles. Es por eso que todavía hoy te arriesgas a recibir miradas de extrañeza o a ser directamente importunada si te pruebas ropa del departamento “de hombres” en las tiendas.
Por todo esto, para mí, cortarme el pelo “a lo chico” hace dos años y graduarme “vestida de hombre” hace uno supuso toda una pequeña victoria personal. Fue una muestra de orgullo para una chica que se lavaba todos los días la melena y se la echaba hacia atrás constantemente para vigilar su peinado, que no posaba de perfil ni se quitaba las gafas por encontrar que su nariz aguileña le daba un aire demasiado masculino a su cara, que no salía de casa con un solo pelo en el cuerpo, que adoraba las faldas y los estampados florales y el color rosa (y los sigue adorando, y demostrándolo en su vestimenta) y detestaba los chándales y las sudaderas.
No es que dejara de gustarme lo que ya me gustaba. No es que dejara de disgustarme lo que ya me disgustaba. Es que descubrí que, durante años, había habido algo más que mis gustos entre la masculinidad y yo; había existido, siempre, una presión social para ser lo más femenina posible.
Y, desde el momento en que me reconocí como lesbiana y empecé a salir del armario, esa obsesión con la feminidad impuesta se acentuó por no querer parecerme a esas “camioneras”, a esas “marimachos”. Recordaba con pavor como, en Primaria, nos metíamos con una compañera por jugar a fútbol y ser más “chicote”; veía cómo miraban los hombres y cómo desconfiaban las mujeres de las “bolleras” que no pasaban precisamente desapercibidas gracias a su expresión de género.
La culpa no era mía, desde luego. Yo solo intentaba desesperadamente seguir contando como mujer en un momento en que sentía, sin saberlo conscientemente, cómo mi orientación sexual chocaba inevitablemente con la definición tradicional de la “mujeridad”. Ya tenía bastante con aceptar esa nueva versión de mí misma como para darme de bruces encima con una imagen diferente en el espejo.

Pero pasaron los meses y el orgullo fue sustituyendo a la vergüenza. Pasaron los meses y conocí a algunas de esas “camioneras”, esas “marimachos”, y descubrí cuán maravillosas eran y cuánta valentía se advertía en la fidelidad que se tenían a sí mismas. También conocí lesbianas y bisexuales “femeninas” (femme, en inglés) y descubrí que no por seguir la norma nos acercábamos más a lo esperado de nosotras en cuánto a que nosotras nunca seríamos lo que se espera de una mujer y nuestra expresión de género no nos hacía, por tanto, menos lesbianas.
Así, llegó un día en que cada vez me importó menos alejarme del concepto preestablecido de mujer. Llegó un día en que me di cuenta de que yo no solo no conseguiría nunca, sino que tampoco quería, parecerme a esa mujer ideal que necesitaba el patriarcado para sobrevivir. Prefería ser una rebelde; prefería jugar con los roles de género, ponerme falda y tacones un día y zapatillas y pantalones otra, pintarme los labios puntualmente para ir a clase pero luego salir de fiesta “sin arreglar” (porque yo, compañeras, no necesito de ninguna pincelada de feminidad que me “arregle”; ni yo ni ninguna de nosotras).

Así, llegó un día en que dejé de avergonzarme de lo que era y empecé a apreciar la rica Historia de mujeres, “masculinas” o “femeninas” (y algunas, como yo, “masculinas” Y “femeninas”); que habían allanado el camino a las que veníamos después. Empecé a llevar esa Historia de valentía y orgullo, de resistencia ante un mundo que quiere aniquilarnos, impresa en la piel y envolviéndome como un aura de legitimidad llevara la ropa que llevara.

Hasta que un día, un chico me preguntó por qué me había cortado el pelo y yo no lo recordé que no era por ser lesbiana porque, sinceramente, un poco sí que era.

Y a mucha honra.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Érase una vez la misoginia

Que los cuentos infantiles tradicionales están plagados de misoginia y roles de género no es ninguna novedad. No sorprende a nadie. Lo sabemos; sabemos lo que estamos contando y a quiénes se lo estamos contando, y por si se nos olvida, psicólogos y sociólogos trabajan para recordarnos la marcada influencia de las fábulas infantiles en nuestra infancia.
Y sin embargo, seguimos contándoselos. Sus primeras películas son La Blancanieves y La Bella Durmiente y antes de dormir escuchan la historia de La Cenicienta.
Y yo lo comprendo. Al fin y al cabo, son parte de nuestra cultura. Una parte valiosísima, de hecho. Nos recuerdan los valores que han primado en la ética colectiva por los siglos de los siglos; nos conectan con el folclore de nuestras antepasadas y en el caso de Disney, llevamos deleitándonos con sus joyas animadas desde hace ya años.
Pero lo más importante para nosotras, para las madres y las tías y las abuelas que seremos las principales cuentacuentos de niños y niñas, debería ser lo que les estamos enseñando a hijos e hijas, a sobrinos y sobrinas, a nietos y nietas.

La Cenicienta enseña a las niñas que la única vía de escape de la esclavitud de la limpieza y el maltrato familiar es el matrimonio. Que el único sueño que verán cumplido será el de encontrar al hombre de sus vidas. Que serán, al fin y al cabo, salvadas de su destino.

La Bella Durmiente enseña a las niñas que los besos sin consentimiento (las violaciones, en el cuento folclórico original) son románticos. Que el Príncipe aparecerá para rescatarlas nuevamente del sueño eterno y el matrimonio será otra vez el único destino al que puede aspirar una princesa de verdad.

La Blancanieves enseña a las niñas lo mismo que las anteriores. Que para escapar de la esclavitud de la limpieza debes encontrar nuevos amos para los que limpiar, los enanitos, y que por último sólo un Príncipe podrá salvarte de la muerte. Con otro romantiquísimo beso al que tampoco has consentido.
Y, lo más importante, La Blancanieves enseña a las niñas que su madrastra será su enemiga porque nada enfrenta a las mujeres como el canon de belleza.

La Caperucita Roja enseña a las niñas que la culpa es suya si lucen su inocencia escarlata por el bosque equivocado a la hora equivocada. Que es su deber evitar al lobo acechante. Que es su responsabilidad preservar su niñez.

Piel de Asno enseña a las niñas los Príncipes solo se enamoran de las doncellas más bellas. De aquellas de manos perfectas en las que encajan los anillos. Que es su responsabilidad salvaguardarse de un padre pedófilo.

La Bella y la Bestia enseña a las niñas que si un maltratador se enamora de ti y eres buena y dulce con él, conseguirás arreglarlo. Que el secuestro es justificable si eres bella, y que la fealdad se le perdona a él pero nunca a ella.

La Sirenita enseña a las niñas que vale la pena perder la voz por el amor de un hombre. Que así nos quieren ellos, calladas y sumisas.

La Princesa del Guisante enseña a las niñas que solo siendo delicadas y suaves como nadie serán merecedoras del amor del Príncipe.

Porque estas son las cualidades que todavía premiamos en las niñas. La suavidad. “No hables tan alto, pareces un chicote”. La delicadeza. “No subas a los árboles, eso son cosas de chicos”. La buena educación. “No te espatarres, siéntate como una señorita”.
La predisposición a ser salvadas. La indefensión. Y, como siempre, la belleza; porque les enseñamos desde pequeñas que sólo pueden aspirar a ser guapas y luego nos sorprendemos cuando de mayores son incapaces de pensar en otra cosa.
Y ¿qué les enseñamos a nuestros niños? Que deben ser Príncipes omnipotentes siempre preparados para salvar a alguna Princesa. Agresivos. Dominantes. Besando a muchachas dormidas y aniquilando dragones. Nunca descansando. Nunca sensibles. Porque “los hombres no lloran”. Porque “el rosa es de chicas”. A ellos solo se les permite lucir el azul de sus uniformes manchado de rojo sangre.
Por eso, yo propongo recontar los cuentos infantiles.

Decidles a las niñas que la Cenicienta desgarró la garganta de su madrastra con el zapato de cristal y huyó descalza.

Decidles a las niñas que la Bella Durmiente abofeteó al Príncipe que la besó sin su consentimiento y reinó para siempre soltera.

Decidles a las niñas que Blancanieves rompió en pedazos el espejo de su madrastra y la liberó de la esclavitud de la eterna belleza.

Decidles a las niñas que la culpa no era de la Caperucita Roja por distraerse en el bosque sino del lobo por rondar a una niña.

Decidles a las niñas que Piel de Asno pidió al hada que acabara con la vida de su padre pederasta y reinó como la reina sin vestidos ni alhajas.

Decidles a las niñas que la Bella mató al Príncipe, no por Bestia sino por maltratador y secuestrador, con la misma daga que a Gastón.

Decidles a las niñas que la Sirenita le arrebató a la Bruja del Mar la poción para caminar y nunca vendió su voz por el amor de ningún hombre.

Decidles a las niñas que la Princesa del Guisante rechazó casarse porque no quería una suegra tan exigente y se fue a dormir en su propia cama.

Decidles a las niñas que no son las Princesas, son las dragonas. Si vamos a contarles cuentos plagados de agresiones, enseñémosles que la autodefensa es buena. 

Enseñémosles el poder de sus voces, de sus manos a las que no las tienen, en vez de narrarles fábulas sobre Princesas que las pierden.

Decidles a las niñas que las Princesas de los cuentos dejaron de serlo para revelarse como las guerreras que siempre habían sido. Que se olvidaron de los Príncipes y se hicieron amigas entre ellas, y se ayudaron las unas a las otras a escoger sólo a hombres a la altura de sus palabras, si es que no se quedaron solteras.

Porque se puede ser feliz siendo fea.


Porque se puede ser feliz estando soltera.