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viernes, 17 de noviembre de 2017

Entrevistando a la Resistencia: Icíar Andreu

En la octava entrega de la sección Entrevistando a la Resistencia, en que entrevisto a activistas, artistas y, en la mayoría de los casos, ambas; os traigo una entrevista con Icíar Andreu. Ella tiene 21 años y estudia música y en sus ratos libres intenta hacerla y disfrutarla; es activista feminista, LGTBI (es una mujer bi) y anti-gordofobia (Twitter: @BlackRose_Iciar / Instagram: @iciar_rosanegra).

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1. ¿Cuáles son tus exigencias para los feminismos hegemónicos como mujer que muchas veces se sale del "modelo de mujer" establecido muchas veces por estos?

Me gustaría que no se dejasen en el camino temas también importantes dentro del feminismo, y por lo tanto a compañeras, a la hora de luchar. Para mí, el feminismo debe incluir a todas las mujeres. Todas. Y últimamente es algo que veo que parece olvidarse.


2. ¿Qué implica para ti la gordura, tanto en el terreno del activismo tanto cibernético como local, como en tu vida diaria, tus relaciones...?

Es un tema que lleva conmigo desde siempre. Hay personas que se pensarán que no es para tanto, por eso esta pregunta me parece muy interesante. Voy a ser muy breve pero quiero que se tenga muy en cuenta.

La gordura para mi implica tener que aguantar comentarios que no a todes nos hacen. Miradas de asco, superioridad por parte de muchas personas. No poder estar tranquila en mis redes sociales, sobre todo haciendo activismo bodypositive y hablando de gordofobia, recibiendo una cantidad de acoso impresionante. El mismo acoso que llevo recibiendo desde niña en el colegio, en el instituto, piscina/playa, en la calle. Haber estado aguantando a médiques gordofóbiques, haber puesto en peligro mi salud (física y mental). Haber llegado a pensar que jamás tendría a alguien que me quisiera, ni siquiera a mi misma. Todo eso es lo que significaba y todavía significa para mí tener un cuerpo gordo en una sociedad como en la que vivimos.


3. ¿Te gustaría contarnos algo sobre cómo te diste cuenta de que no eras heterosexual y, más concretamente, de que eras bi? Especialmente, que aconsejarías a otras jóvenes sáficas (no hterosexuales) y, más concretamente, bis que se sientan aisladas, solas, repudiadas?

Me ayudó mucho descubrir que amigas cercanas lo eran y ver como ellas "salían del armario". Ver que no pasaba nada y llegar al punto de pensar que si ellas habían podido lograr ser quienes realmente son, yo también podría. Eso me dio fuerzas para aceptar en mi que no sólo me gustan los chicos, que soy bisexual. Y me gustaría hacerles saber a otras chicas que puedan estar viviendo algo parecido, que no están solas. No estáis solas. No os forcéis, poco a poco os daréis cuenta de que hay más chicas como vosotras, incluso en vuestro entorno cercano, y si no las redes sociales os pueden ayudar. A mí me tenéis aquí para lo que necesitéis igual que a muchas otras compañeras.


4. ¿De qué formas encuentras tú el alivio tras un día más de ser una mujer gorda bi en un mundo cisheteropatriarcal y gordófobo? ¿Es a través del arte, la escritura, el deporte, la contracultura, los lazos con otras mujeres, como tú o diferentes...? ¿Qué puedes contarnos sobre ello?

Intento que el máximo de cosas posibles me ayuden para así poder tener varias vías de escape, ahora cuento el por qué. Mi principal vía de escape es y siempre lo ha sido la música. Es mi pasión y mi sueño desde pequeñita. Intento encontrar nuevos estilos, nuevos grupos y cantantes. Escuchar música reivindicativa que me motive a seguir luchando y música que sólo me haga desconectar, pero también para mí es un arma de doble filo, pues igual que me ayuda a sobrevivir también me puede traer otros sentimientos. Así que desde que me di cuenta intento tener otras vías para escapar de todo. Veo series y películas, uso mis redes sociales fuera del activismo e intento hablar y crear lazos con otras personas como yo, sobre todo mujeres. Esto último es maravilloso.

viernes, 22 de julio de 2016

Mujeres "masculinas"

Soy lesbiana, llevo el pelo corto “como un chico” y fui con traje “de hombre” a mi graduación del instituto.

En principio, a muchas esto no les hará levantar la ceja. Somos libres de llevar el peinado que nos plazca, de vestir como nos plazca y de hacer lo que nos plazca mientras no atentemos contra la libertad de nadie, dirán. ¿Qué importancia tienen tus elecciones personales mientras no le hagan daño a nadie?, me preguntarán. Algunas incluso me acusarán de pretender “llamar la atención” cuando escribo este artículo.
Y yo, sin embargo, me niego a dejar de escribirlo. Me niego a quitarles importancia a mis elecciones “personales” en un mundo en que, como dijo Kate Millett y no me cansaré de repetir, lo personal es político.

Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que todas y cada una de mis elecciones “personales” vienen influenciadas, condicionadas, por una serie de expectativas y enseñanzas que la sociedad me ha impuesto o transmitido, según la presión que haya ejercido sobre mí en cada caso. Cuando digo “lo personal es político” quiero decir que la libertad es, como mucho, relativa en un sistema patriarcal que juzga en el mejor de los casos y se apropia directamente en el peor de ellos de los cuerpos de las mujeres.

Y nosotras, las mujeres arco iris en general y las lesbianas en particular, hemos crecido en un sistema que no sólo manda sobre nuestros cuerpos y nos obliga a odiarlos y controlarlos obsesivamente sino que impone sobre ellos unos cánones que van más allá de la delgadez impuesta o la blancura de la piel, por ejemplo. Nosotras sentimos más que nadie, más que ninguna otra mujer, la férrea atadura de los roles de género que se empeñan en encasillar nuestros cuerpos.
Porque la expresión de género de las mujeres no ha sido nunca de libre elección. El pelo largo, el maquillaje, los tacones, las faldas y los vestidos, el andar con ligereza y el sentarse con las piernas cerradas, la ausencia de vello facial y corporal… son múltiples las exigencias de una sociedad que construye lo que significa ser “mujer” basándose en falacias biológicas y lo traslada en forma de comentarios, publicidades, expectativas y representaciones sobre nuestros cuerpos.

Pero la expresión de género de las mujeres que, como dice Monique Wittig, no acabamos de ser mujeres es un tema todavía más peliagudo.
¿Que no acabamos de ser mujeres? ¿Desde cuándo amar a otra mujer te convierte a ti misma en menos mujer? Pues desde que “mujer” es una categoría cuya definición gira alrededor del hombre; desde que las mujeres, como la sociedad nos recuerda constantemente, existimos en un patriarcado para complacencia masculina.

Y si no somos mujeres del todo porque no cumplimos con los requisitos esperados de toda mujer, es decir, el existir por y para el hombre; ¿cómo hemos expresado históricamente esa ausencia de “mujeridad”? A través de una expresión de género que subvertía los cánones y jugaba con los roles como le placía.
Así, las lesbianas hemos sido tradicionalmente “masculinas” en un mundo que en el mejor de los casos evitaba y evita, y en el peor de ellos castigaba y castiga, la “masculinidad” en las mujeres. Nos hemos cortado o rapado el pelo; hemos vestido pantalones y hasta traje, corbata o pajarita; hemos engordado con menor preocupación (o la hemos disimulado); hemos cubierto nuestros pechos y dejado crecer el vello que florecía en nuestro cuerpo; e incluso hemos llevado calzoncillos.

Esta masculinidad no se ha expresado igual a través de las naciones, las razas o los géneros; así, por ejemplo, muchas lesbianas negras han visto cómo sus compañeras blancas las presuponían butch (palabra anglo que designa a las lesbianas “masculinas”) tan sólo por la menor feminidad asociada socialmente a su color de piel. Así, por ejemplo, muchas lesbianas trans han visto cómo se les exigía injustamente una mayor “feminidad” para compensar por ser, supuestamente, “menos” mujeres.
Pero si algo es cierto, si algo puede afirmarse, es que las mujeres en general y las lesbianas y otras chicas arco iris en particular hemos peleado por conquistar una expresión de género reservada a los hombres, una expresión de género caracterizada por una mayor comodidad y soltura habitando el propio cuerpo.

Es por eso que recordamos a mujeres como Lucía, la primera puertorriqueña en llevar pantalones. Es por eso que todavía hoy demuestra cierta rebeldía el llevar las axilas peludas o ir a la playa sin depilarse las piernas o las ingles. Es por eso que todavía hoy te arriesgas a recibir miradas de extrañeza o a ser directamente importunada si te pruebas ropa del departamento “de hombres” en las tiendas.
Por todo esto, para mí, cortarme el pelo “a lo chico” hace dos años y graduarme “vestida de hombre” hace uno supuso toda una pequeña victoria personal. Fue una muestra de orgullo para una chica que se lavaba todos los días la melena y se la echaba hacia atrás constantemente para vigilar su peinado, que no posaba de perfil ni se quitaba las gafas por encontrar que su nariz aguileña le daba un aire demasiado masculino a su cara, que no salía de casa con un solo pelo en el cuerpo, que adoraba las faldas y los estampados florales y el color rosa (y los sigue adorando, y demostrándolo en su vestimenta) y detestaba los chándales y las sudaderas.
No es que dejara de gustarme lo que ya me gustaba. No es que dejara de disgustarme lo que ya me disgustaba. Es que descubrí que, durante años, había habido algo más que mis gustos entre la masculinidad y yo; había existido, siempre, una presión social para ser lo más femenina posible.
Y, desde el momento en que me reconocí como lesbiana y empecé a salir del armario, esa obsesión con la feminidad impuesta se acentuó por no querer parecerme a esas “camioneras”, a esas “marimachos”. Recordaba con pavor como, en Primaria, nos metíamos con una compañera por jugar a fútbol y ser más “chicote”; veía cómo miraban los hombres y cómo desconfiaban las mujeres de las “bolleras” que no pasaban precisamente desapercibidas gracias a su expresión de género.
La culpa no era mía, desde luego. Yo solo intentaba desesperadamente seguir contando como mujer en un momento en que sentía, sin saberlo conscientemente, cómo mi orientación sexual chocaba inevitablemente con la definición tradicional de la “mujeridad”. Ya tenía bastante con aceptar esa nueva versión de mí misma como para darme de bruces encima con una imagen diferente en el espejo.

Pero pasaron los meses y el orgullo fue sustituyendo a la vergüenza. Pasaron los meses y conocí a algunas de esas “camioneras”, esas “marimachos”, y descubrí cuán maravillosas eran y cuánta valentía se advertía en la fidelidad que se tenían a sí mismas. También conocí lesbianas y bisexuales “femeninas” (femme, en inglés) y descubrí que no por seguir la norma nos acercábamos más a lo esperado de nosotras en cuánto a que nosotras nunca seríamos lo que se espera de una mujer y nuestra expresión de género no nos hacía, por tanto, menos lesbianas.
Así, llegó un día en que cada vez me importó menos alejarme del concepto preestablecido de mujer. Llegó un día en que me di cuenta de que yo no solo no conseguiría nunca, sino que tampoco quería, parecerme a esa mujer ideal que necesitaba el patriarcado para sobrevivir. Prefería ser una rebelde; prefería jugar con los roles de género, ponerme falda y tacones un día y zapatillas y pantalones otra, pintarme los labios puntualmente para ir a clase pero luego salir de fiesta “sin arreglar” (porque yo, compañeras, no necesito de ninguna pincelada de feminidad que me “arregle”; ni yo ni ninguna de nosotras).

Así, llegó un día en que dejé de avergonzarme de lo que era y empecé a apreciar la rica Historia de mujeres, “masculinas” o “femeninas” (y algunas, como yo, “masculinas” Y “femeninas”); que habían allanado el camino a las que veníamos después. Empecé a llevar esa Historia de valentía y orgullo, de resistencia ante un mundo que quiere aniquilarnos, impresa en la piel y envolviéndome como un aura de legitimidad llevara la ropa que llevara.

Hasta que un día, un chico me preguntó por qué me había cortado el pelo y yo no lo recordé que no era por ser lesbiana porque, sinceramente, un poco sí que era.

Y a mucha honra.

lunes, 4 de enero de 2016

Homofobia y heteronorma

Vivimos en un mundo que poco a poco va progresando en su tratamiento del colectivo homosexual, no tanto del colectivo arco iris por entero. Pero algo es algo y, desde luego, son numerosos los países en que lo ilegal es perseguirnos por nuestra orientación sexual y no los besos que nos demos en público.
No voy a dilucidar las causas de este innegable progreso, porque ni soy capaz de cubrirlas en su totalidad ni es la temática que he elegido para este artículo. Las más optimistas diremos que debemos estas victorias al Frente por la Liberación Gay de los últimos decenios del siglo pasado; pero ni siquiera nosotras podemos negar que hay también un marcado interés de los empresarios en cotizar gracias al turista gay, al comprador gay, al hombre gay cisgénero (antónimo de trans) blanco, capacitado, occidental y burgués.

Por eso, no debemos dejar que este progreso nos ciegue y olvidarnos de las lesbianas, bisexuales, intersexuales y trans. De las identidades que ni siquiera son todavía reconocidas públicamente, de los géneros e identidades queer. No debemos tragarnos el cuento que nos vende Occidente de unos países más avanzados que otros en materia de derechos humanos cuando fueron nuestros antepasados los colonos los que impusieron una norma en blanco y negro a culturas indígenas que no solo toleraban, sino veneraban todos los tonos del arco iris. A base de sangre, fuego y religión.
Pero sobre todo, y de esto hablaré ahora, no debemos confundir luchar contra la homofobia con desmantelar la heteronorma.

La homofobia es un ataque, directo o indirecto, a una persona o personas por salirse del rol heterosexual (chicos follan con chicas, chicas se enamoran de chicos).

La heteronorma es, sin embargo, ese sistema del que la homofobia es sólo la manifestación visible: la punta del iceberg.

La heteronorma es una de las herramientas patriarcales y capitalistas: para asegurar la unión marital entre el hombre dominante y la mujer sometida y la organización social en familias que se transmiten la herencia de padres a hijos, deben erradicarse otras posibilidades. Así, la heteronorma no afecta solo a los homosexuales (como sí lo hace la homofobia), sino que es también complemento de la bifobia (la discriminación hacia las personas bisexuales por ser capaces de sentir atracción hacia más de un género), el machismo (perpetúa los roles de género de hombre masculino y mujer femenina) y la transfobia (por eso, no se visualiza en el imaginario colectivo a una persona trans que además no sea heterosexual: si eres un “chico que quiere ser chica” lo lógico es que al menos te gusten los chicos, se proyecta como aberración la posibilidad de ser una mujer trans lesbiana).
La heteronorma es ese sistema patriarcal que impone la heterosexualidad obligatoria y la homofobia es su herramienta de ataque cuando el sistema se ve amenazado. Por eso, no te hace falta sufrir homofobia directa para crecer traumatizada por ser una niña arco iris.

Y es que la heteronorma va más allá de un padre que expulsa a su hija de casa por ser lesbiana; la heteronorma es el sistema que no prepara a los padres para tener una hija lesbiana en primer lugar.

La heteronorma va más allá de un alumno que sufre acoso escolar por ser gay; la heteronorma es el sistema que educa a las niñas para ser heterosexuales, llevándolas a la confusión (en el mejor de los escenarios) y el auto-odio (en el peor) cuando descubren que no lo son.

Homofobia es que te llamen “maricón”; heteronorma es preguntarle siempre a tu sobrina si ya tiene novio pero nunca si tiene novia.

Homofobia es que te ataquen por ir de la mano de tu pareja en público; heteronorma es que nunca o casi nunca aparezcan parejas como la tuya en las listas de estrenos de películas románticas en el cine.

Homofobia es el peligro que supone salir del armario; heteronorma es que ese armario exista en primer lugar, que, como dice Denise Frohman en uno de sus poemas, el salón no sea ya un espacio compartido y las personas arco iris tengamos que sentirnos como invitadas en nuestras propias casas.

Así, es imposible eliminar la homofobia sin desmontar también la heteronorma; y, aunque lo lográramos, nos estaríamos quedando cortas.

Por eso, los gobiernos que están dispuestos a legalizar el matrimonio igualitario, atraer turismo gay y celebrar el Orgullo no lo están tanto a establecer planes de educación pro-arco iris en los colegios e institutos, incluso en las guarderías. No es lo mismo tolerar nuestra existencia que educar a las niñas para que aprendan a celebrarse a sí mismas en su diversidad y unicidad.
Pero no podemos rendirnos. La prima lesbiana de mi madre está casada con otra mujer pero el 50% de estudiantes como yo sufren acoso escolar por ser cómo son; no podemos quedarnos en el umbral de la puerta, tenemos que recuperar la casa que siempre fue nuestra.
No podemos conformarnos con pintar de color de rosa un sistema que sigue siendo asesino por definición, con bailarle el agua al patriarcado al atacar “sólo” a los gais con pluma, las lesbianas camioneras, los “travelos” antes que trans y los “viciosos” bisexuales.

No podemos conformarnos con cortarle las uñas a la homofobia, hay que matar a la bestia de la heteronorma.

Y para eso tenemos que cambiar nuestro lenguaje, nuestras costumbres, nuestras concepciones del amor, la igualdad y la diferencia. Tenemos que exigir leyes de protección y concienciación. Tenemos que exigir un Orgullo crítico y combativo en vez de este, que no es más que una mera celebración en que nos regodeamos en las victorias del pasado. 

Tenemos que recuperar el espíritu del Frente de Liberación Gay, porque, queridas, nuestras antepasadas no lucharon ni murieron para esto.

Porque, como cantábamos mis compañeras y yo en el Orgullo de Valencia de este año, “el matrimonio solo es el comienzo, respeto en las calles, las casas y el colegio”.


Y como decía nuestra pancarta, “no nos conformaremos con el matrimonio, queremos la liberación”.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Me levanto sabiendo que me espera un mundo que no es para mí, recital a distancia

Dado que os gustó mi recital de Esto es por las enfermas mentales, os traigo ahora en voz alta un texto lleno de inconformismo (unos dirán que es bueno, otras que es malo, a mí me parece necesario para avanzar) que refleja mis emociones ante este mundo y mi realidad como lesbiana y mujer arco iris. Espero que os llegue tanto como a mí el grabarlo.

http://www.goear.com/listen/cd0bac0/me-levanto-sabiendo-que-me-espera-un-mundo-que-no-es-mi-sol

sábado, 21 de noviembre de 2015

El mundo no es nuestro, pero salimos a la conquista

Las calles no son nuestras. Las calles son vuestras y las infestáis de miedo y vergüenza.

Estoy hasta el coño de no poder andar de la mano de otra mujer sin escuchar a gritos vuestra lesbofobia. Estoy hasta el coño de no poder besar a otra mujer sin que ancianos nos sigan como quien se cambia de fila en un cine porno. Estoy hasta el coño de no poder despedirme en el metro de otra mujer sin que un señor se queje de la indecencia de los jóvenes. Estoy hasta el coño de que vuestras miradas nos taladren, vuestras palabras nos asusten y seamos siempre nosotras las que acabamos apretando el paso para huir de vuestros juicios y prejuicios. Mis amigas están nerviosas porque no saben qué ponerse para su cita; yo estoy nerviosa porque no sé qué nos pasará si nos cogemos públicamente de la mano. Cuidado, tenemos suficiente rabia acumulada como para prenderles fuego a las calles que hace tanto que nos robasteis.

Los colegios no son nuestros. Los colegios son vuestros y los infestáis de odio y soledad.

Me odio a mí misma por haber mantenido la mirada baja en los vestuarios por miedo a que me pillaran mirando a otra chica, porque las bolleras dan igual en el patio pero dan asco entre nosotras. Me odio a mí misma por no haber respondido cada vez que alguien usaba “maricón” como insulto. Me odio a mí misma por no haber callado cada boca que reía ante la palabra “travesti” como si la mera existencia de mis hermanas trans fuera un chiste de sangriento desenlace. Me odio a mí misma por no poder rescatar a las miles de niñas que acuden a las aulas cada día como quien pone un pie en el purgatorio, que temen los pasillos de sus institutos como los ciervos temen la veda abierta de caza y miran suplicantes a profesoras que no son más que abogadas del diablo. Me odio a mí misma porque hay días que odiar este mundo que sacrifica a sus pequeñas por ser diferentes es demasiado agotador y es más fácil dirigir mi rabia hacia mi reflejo en el espejo por no poder pararlos.

Los hogares no son nuestros. Los hogares son vuestros y los infestáis de orfandad y rechazo.

Cuando salgo del armario con mis padres lloro de alivio porque ni tan siquiera sabía qué pensaban ellos de las lesbianas; nunca había oído esa palabra dicha en voz alta en mi casa. Me tengo que considerar afortunada porque no me bastan los dedos de las manos para contar las amigas que tengo que lloran de desesperanza, de abandono, lágrimas pesimistas avistando un futuro sin padres que te quieran como eres. Una madre que necesita días para asumirlo es un buen pronóstico porque hay otras que no lo lograrán nunca. La posibilidad de que las echen de casa es algo a barajar; menos mal que nosotras hemos aprendido a hacer hogares de los brazos de nuestras hermanas. Mi mejor amiga es bisexual y sus padres me siguen queriendo tal como soy pero no son capaces de hacer lo mismo con ella, porque una cosa es que el pecado camine por nuestras calles y otra muy distinta que viva en nuestras casas. Mi otra mejor amiga es bisexual y si sus padres ya no aprueban el lesbianismo a saber qué piensan de la bisexualidad, si eso es solo vicio. A los 15 años me duermo llorando porque a un amigo de un amigo su padre lo apalea por ser maricón. A los 17 me duermo con pena porque tengo amigas a las que sus padres intentan constantemente convencer de que sus religiones no son compatibles con los siete colores del arco iris de sus almas.

Nada es nuestro. Quiero chillarles que hay días que me dan igual los matrimonios y las banderas colgando de sus ayuntamientos mientras nos sigan dando el suicidio a cucharadas con los cuentos de príncipes y princesas que nunca, nunca se enamoran de sus doncellas. Quiero chillarles que hay días que me dan igual los Orgullos; no tienes tiempo para enorgullecerte cuando te paraliza el miedo al pervertido que os sigue por la calle. Por no ser, no son mías ni mis manos cuando aprietan las de ella para recordarle que aunque sus ojos y palabras se claven en nosotras, en nuestros cuerpos y traseros, estamos juntas en esto. Por no ser, no es mía ni mi boca cuando besarla es el comienzo de un interrogatorio sobre cómo follamos las lesbianas. Porque es impensable que se produzca un orgasmo en ausencia de un pene, porque es impensable que una de nosotras sí tenga pene, porque es impensable que pueda querer a otra mujer para algo más que follar. 

¿Acaso vosotros solo las queréis para follar y por eso estáis tan desesperados por saber cómo “nos las arreglamos” para hacerlo?

Pero como leí hace poco, “Que este mundo no esté construido para nosotras no quiere decir que no sea nuestro para conquistarlo”.

¿Que no tenemos nada? Mentira, tenemos un mundo entero que conquistar. Cogidas de la mano, con tanta fuerza que a veces pienso que somos una, que bebes de mi boca y yo me pierdo en la tuya. Que se queden con sus medias naranjas, que igual que no necesitamos su aprobación para besarnos, no necesitamos sus metáforas de posesión para hablar de amor. Nosotras somos naranjas enteras, lirios entrelazados floreciendo, la verdadera revolución del amor y del sexo.


Nunca ha habido una revolución tan romántica. Nunca nadie nos ha podido parar. Llevamos tantos siglos como siglos vamos a durar.

viernes, 13 de noviembre de 2015

Me levanto sabiendo que me espera un mundo que no es para mí

Me levanto sabiendo que me espera un mundo que no es para mí. Un mundo que no tiene suficiente espacio para mí. Un mundo que me obliga a empequeñecer y a callar porque mi voz, esta voz con la que nací que grita y llora y susurra y explica, es demasiado molesta. Un mundo que prefiere taparse los oídos a escucharme, mirar hacia otro lado a verme.

Me levanto sabiendo que me espera un mundo que me miente. Un mundo que me dice que sí, que me acepta y me quiere en su seno, que tengo derechos y soy digna de un nombre y una vida a mi altura. Un mundo que me cuenta un cuento tan bonito mientras cuchichea historias de miedo al oído de las niñas que son como yo. ¿No es consciente acaso de que los monstruos de sus fábulas también son como yo?

Me levanto sabiendo que me espera un mundo que tan sólo me tolera. Un mundo que ha asumido que existo y que molesto pero que hace todo lo posible porque no haya más como yo aquí. Me levanto y se me rompe el corazón, ya a primera hora del día, por todas las niñas que crecen intentando encajar en un mundo que nunca se construyó para ellas. Por todas las niñas que se arrancan partes de sí, que destiñen porque los colores del arco iris son demasiado brillantes para este mundo en blanco y negro.

Me levanto sabiendo que este mundo que se ofrece a mantenerme viva es el mismo que intenta matarme mientras duermo. Me levanto sabiendo que este mundo en que puedo casarme es el mismo mundo que se resiste a dar asilo a una refugiada lesbiana perseguida en Camerún. Me levanto sabiendo que este mundo en que es ilegal perseguirme por ser como soy es el mismo mundo en que quinceañeras se desangran con sus propias manos por ser como soy, porque nadie les ha dicho que sí, se puede ser así, porque no hay nadie en los colegios y las casas y los clubes que les explique que siendo así se puede llegar a adulta. Porque ya no existe la homofobia pero sí los padres homófobos, al parecer, y la ley se queda a las puertas de casa. Y del instituto. No sé cómo les extraña que acabemos dándonos a la bebida.

Me levanto sabiendo que este mundo en que dos hombres ya pueden andar de la mano es un mundo en que lo que yo soy cuando ando de la mano de otra mujer no es más que un fetiche, una categoría de página web pornográfica, un nuevo juguete para su consumo. En que sus manos y sus palabras recorren mis pechos y mi trasero en busca de los rastros que han dejado otras mujeres.

Me levanto sabiendo que este mundo en que ya es ilegal intentar curarme en una clínica es el mismo mundo en que hay hombres arreglándoselas para creer que pueden arreglarnos de un polvo. Me levanto sabiendo que lo hago en un mundo en que ha sido necesario acuñar la expresión “violación correctiva”. Me levanto sabiendo que este mundo en que lo que yo soy ya no necesita de medicinas es el mismo mundo en que mis hermanas trans pasan años en las manos de psiquiatras solo por existir de la forma en que lo hacen. Me levanto sabiendo que este mundo que es peligroso para mí es directamente mortífero para mis hermanas bisexuales, que les roba la salud y el sexo y la vida poco a poco pero de forma certera.

Me levanto recordando a todas las muertas que murieron porque yo pueda vivir como vivo. Me levanto recordando un tiempo en que las mujeres como yo ardían en la hoguera por penetrarse unas a otras mediante objetos fálicos, en que se aplicaba la castración química a los hombres como yo. Me levanto sabiendo que aunque yo jamás contraiga el SIDA seguiré estrechamente ligada a la historia de esta enfermedad a la que arrojaron a tantos de mis hermanos. Me levanto sabiendo que a la revolución de Stonewall le debo poder tomar la mano de una mujer sin miedo a la policía (a mí se me permite temer tan solo al resto de personas que nos rodeen).

Me levanto con la cabeza llena de recuerdos, así como de sueños de un futuro distinto. Me levanto orgullosa, que no agradecida, por todo el terreno que les hemos ganado; no les voy a dar las gracias por regalarnos nada porque nada nos han regalado, todo lo que tenemos se lo hemos arrebatado luchando. Me levanto orgullosa y sin embargo no tengo suficiente. No creo que nunca vaya a tener suficiente, tendría que vivir más tiempo para poder estar conforme con algo.

Porque enorgullecernos del mundo que hemos conquistado no puede cegarnos a la realidad de que sigue sin ser un mundo construido por y para nosotras. Tenemos que levantarnos todas las mañanas y ser conscientes de que esto no se ha acabado, de que ni siquiera ha empezado, de que nuestras niñas se odian y sus padres alimentan ese odio a base de comentarios bienintencionados y silencios cómplices. De que los colegios son pastos en cacerías y las calles terrenos hostiles.

Me levanto en un mundo que es un poco más mío que ayer, anteayer y hace dos siglos pero que sigue sin ser por y para mí. Me levanto sabiendo que ya he llorado suficiente y si mi voz molesta es por algo.

Me levanto lamentando todas las lágrimas que he llorado por ser como soy. Me levanto orgullosa de que la rabia contra mí misma se haya convertido en rabia contra este mundo que no es para mí.


Me levanto jurándome que no me voy a conformar con un alto al fuego. Que pienso luchar hasta ganar esta guerra.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Carta a las Lesbianas Primerizas

Crecer y darte cuenta de que no eres lo que te han educado para ser es complicado. Crecer y darte cuenta de que no sabes nada de lo que eres lo es todavía más.
Esto es exactamente lo que implica el darse cuenta de que una es lesbiana, por norma general. De repente, un día, brota la chispa de la duda; ¿y si me gustan las chicas? Y revisas tus recuerdos, y vas viviendo nuevas experiencias, y llega un momento en que la realidad es innegable: te gustan las chicas. Y sólo las chicas.

No eres heterosexual. Tus historias de amor, si es que las lesbianas viven historias de amor de las de toda la vida, no se parecerán nunca a nada de lo que has leído en los libros, visto en las series y las películas. Nunca tendrás un beso de los que se proyectan en los finales felices en el cine. Nunca tendrás una boda como la de tu madre, tus abuelas y probablemente todas los que vinieron antes. Ni siquiera sabes si podrás tener hijas.

Darte cuenta, más rápido o más despacio, más pronto o más tarde, de que eres lesbiana implica encontrarte perdida en medio del mar cuando esperabas atracar en una orilla conocida. Implica quedarte sin muelle ni puerto. Implica no saber quién eres ni qué será de ti.
Porque no se trata solo de que las parejas del mismo sexo no aparezcan en la cultura, en los medios, en la educación, en las charlas cotidianas, en el día a día como lo hacen las heterosexuales. No se trata solo de que no eres quien creías que eras.

Se trata, también, de que lo que tú eres no existe a los ojos de la sociedad; las lesbianas 
somos, lo hemos sido siempre, invisibles.

Leed la página de Wikipedia sobre homosexualidad en España. Leed libros. Leed noticiarios arco iris. Los hombres gais llenan los titulares; se sabe qué son, se sabe que se quieren, se sabe cómo follan y se sabe cómo se les trata. Nadie piensa que dos hombres que se dan la mano sean amigos platónicos. Nadie acosa sexualmente a dos hombres que se dan la mano porque nadie sexualiza para su consumo propio a dos hombres que se dan la mano.
Pero el amor entre mujeres ha sido invisible a lo largo de la Historia. Dado que nuestros escarceos sexuales estaban permitidos por servir al placer masculino, se ha hecho la vista gorda hacia estos mientras no implicaran la penetración mediante objetos fálicos. Dado que el amor entre mujeres era tan fácil de confundir con una tierna amistad, todavía se discute si los antiguos “matrimonios de Boston” entre mujeres no serían vínculos meramente platónicos libres de un componente romántico y sexual.

No tenemos personajes históricos. No tenemos referentes.

Pero sí nos tenemos las unas a las otras. Tenemos, si ahondamos en la Historia, la confirmación de que las lesbianas (o, como mínimo, las mujeres que amaban a otras mujeres) hemos existido siempre; tenemos a nuestro alrededor, seamos o no conscientes de ello, a otras muchas mujeres que aman a mujeres hoy en día.

Cuando yo empecé a plantearme que era lesbiana, tenía 11 años. Ni siquiera hacía mucho tiempo que había descubierto el significado de esa palabra. Nunca había visto a dos chicas besarse. No tenía ni idea de si el amor entre dos mujeres era posible, factible, de si una historia así podía acabar bien. Tenía una imagen heterosexual de cómo sería mi primera relación, mi primera vez, mi futuro al lado de alguien (si es que encontraba a este alguien).
El proceso de ir aceptando mi sexualidad duró hasta los 15 y fue duro, pero eso no viene a cuento ahora mismo. A los 15 años empecé a salir del armario con mi familia y amigas y no tenía ninguna amiga lesbiana ni bisexual que viviera en la misma ciudad que yo; seguía sin haber visto a dos chicas besarse, nunca; todo lo que conocía era el mundo de los hombres gais. De hecho, recuerdo con claridad cómo ver a dos chicos cogidos de la mano me producía ternura y aceptaba con naturalidad el sexo anal en las historias de mis amigos, pero me avergonzaba de mí misma cuando me pillaba mirando a otra chica.
Salir del armario es un proceso catatónico, emotivo, que en mi caso fue afortunadamente positivo al cien por cien. Sin embargo, tenía mis dudas, tenía mis miedos, y por eso ahora estoy escribiendo lo que me gustaría haber leído o escuchado en alguno de los años entre mis 11 y mis 15. Cuando me daba cuenta de quién era yo sin saber bien quiénes eran esas que eran como yo.

A las niñas, jóvenes y no tan jóvenes que desean salir del armario, con ellas mismas o con los demás, como lesbianas os escribo esta carta.

No hay un límite de tiempo para salir del armario. Nunca eres demasiado joven para salir

del armario porque salir del armario no implica grabar en piedra tu identidad para toda la vida; puedes volver a salir del armario, puedes cambiar de idea, puedes identificarte con la etiqueta que quieras mientras tú estés cómoda porque tu identidad es, ante todo, tuya.
Nunca eres, tampoco, demasiado mayor para salir del armario; ha habido lesbianas que vivían toda su vida al lado de hombres, que se casaban, que tenían hijos y a los 40 años o incluso después salían del armario. Digan lo que digan las demás, tengas la edad que tengas, solo tú puedes determinar si es el momento correcto para salir del armario.

No hay, tampoco, un currículum de lesbiana necesario para salir del armario. Da igual que no hayas tenido tu primer beso, ni con una chica ni con nadie; da igual que seas virgen; da igual que nunca hayas tenido novia. Si eres joven, es normal que todavía no hayas encontrado a nadie; y, tengas la edad que tengas, es normal que todavía no hayas encontrado a alguien que te guste, que sea como tú y a quien encima le gustes tú también. Yo salí del armario antes de mi primer beso, y no pasó nada.
Y, si es al revés, si has estado casada con un hombre muchos años, si eras la que cambiaba de novio como de bragas en el instituto o estabas convencida de que lo amabas; también es igual de válida tu orientación sexual. Experimentar, confundirse, cambiar de idea son fases totalmente válidas de la vida en general y de la adolescencia en particular. En tu caso, además, te has visto condicionada por una sociedad y una cultura para la que lo que tú eres prácticamente no existe; y, cuando existe, es como mono de feria, como pecado, como producto de consumo masculino.

Recuerda: ser lesbiana es algo que gira alrededor de quien tú eres realmente, no de con quién sales o con quién te acuestas.

Por otro lado, salir del armario no equivale en absoluto a meterse de cabeza en el mundo lésbico. Dependiendo de cuán grande y moderna sea la ciudad donde vives, del ambiente lésbico que haya y de las personas de las que te rodees, vivirás unas experiencias u otras. Tu vida no tiene por qué ser como tu serie favorita de lesbianas. No necesitas una ristra de ex novias, ni haberte enrollado con todas tus amigas bolleras, para validar tu orientación sexual.
Ser lesbiana es algo mucho más solitario de lo que nos cuentan, y aunque serás afortunada (y deberías intentarlo si tienes esa posibilidad) si te rodeas de amigas bisexuales y lesbianas y tienes lugares a tu alcance donde socializar y ligar, las relaciones a distancia, la soltería y las citas a través de aplicaciones informáticas para conocer a otras chicas como tú son lo más normal del mundo. No te avergüences.

Haber salido del armario no implica tampoco que a partir de ahora tengas que llevar escrita en la frente tu orientación sexual. No necesitas cambiar tu forma de vestir, tu peinado ni tu forma de andar (hasta tan lejos llegan los estereotipos) para ser una lesbiana más convincente; cualquier otra chica que dude de tu identidad porque lleves el pelo más largo, te gusten las faldas y seas más típicamente “femenina” es una chica que no vale la pena. Las lesbianas femme han participado de la sociedad y la cultura lésbicas desde los inicios de estas.
Pero si es al revés, si estar orgullosa de lo que eres te lleva a querer seguir la estética que ha sido nuestra desde siempre (la de las butches y las tomboys alrededor del mundo), o si sencillamente lo que te gusta es ser más típicamente “masculina”: a por ello. La cabeza rapada, las camisas de cuadros o los calzoncillos no son patrimonio exclusivo de los hombres. Tu vestimenta o tu forma de ser no te hacen menos mujer porque ser mujer es mucho más que una vestimenta o una forma de ser.
Y tampoco estás “cayendo en el estereotipo”; el estereotipo lo han creado las personas heterosexuales para identificarnos con mayor facilidad y poder tacharnos de lo que sea que nos tachen los homófobos, y tú eres libre de moverte dentro y fuera de él sin perpetuar nada.

Sin embargo, nada de lo que he dicho antes es tan importante como lo que voy a decir
ahora: no te sientas en absoluto obligada a salir del armario. Salir del armario no es el deber de nadie que no sea heterosexual; esta idea perpetúa el tópico homófobo de que somos infiltradas, de que somos nosotras las que nos ocultamos y no la sociedad la que nos etiqueta a la fuerza y presupone erróneamente lo que somos.
Tenemos como sociedad el deber de acabar con la heteronorma, de que algún día futuro salir del armario ya no sea necesario porque no exista ningún armario (porque, como dice Denise Frohman, el salón será por fin un espacio compartido y dejaremos de sentirnos como invitadas en nuestra propia casa).
Por supuesto, mientras tanto es perfectamente lógico que desees salir del armario, vivir sin mentiras o medias verdades, ser abiertamente quien tú eres. Pero lo que intento decir es que no es un proceso que debas acelerar porque tus amigas te presionen para hacerlo, porque sientas que engañas a los demás o porque te amenacen con contarlo ellos por ti si no lo haces (sí, hay gente que hace esto).
Salir del armario puede ser muy liberador para ti, puede mejorar tu calidad de vida y tu salud mental, pero también puede conllevar muchos peligros: el rechazo familiar, la reticencia de las amigas y, en casos extremos, que te echen de casa o te acosen en tu centro de estudios.



Por eso, salir del armario tiene que ser algo que hagas, tras sopesar los posibles pros y contras, porque es lo que tú y sólo tú quieres hacer ahora mismo.

Eres lesbiana. O bisexual. O trans. O pansexual. O queer. Eres una chica arco iris. Las mujeres y las chicas como tú hemos existido siempre, existimos ahora, al mismo tiempo que tú y en los mismos lugares, y seguiremos existiendo siempre. Nos amamos las unas a las otras, cuidamos de las nuevas generaciones y serviremos de modelo para las futuras. Tenemos una historia, aunque haga falta rebuscar entre los secretos de la oficialidad para dar con ella. Tenemos un pasado, duro, de ilegalidad, de violencia y de estigma, pero también de amor, sororidad y lucha. Parecemos invisibles pero en realidad llevamos los siete colores del arco iris tatuados y nos reconoceremos las unas a las otras vayamos donde vayamos.

No estamos solas. No estás sola, aunque así te sientas. Miles de mujeres como tú, alrededor del mundo, ahora y siempre, estamos contigo.