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sábado, 20 de octubre de 2018

Sol, el cole... y los libros.

En inglés, existe la expresión “get me through”, que significa que algo “me ha sacado adelante”; pero a mí me gusta mucho más la traducción literal, algo “me ha llevado a través”. Los libros me “llevaron a través” del maltrato escolar (qué innecesario se me hace llamarlo “bullying”, como si se tratara de un fenómeno ajeno al que hemos de darle nombre en otra lengua); porque todavía no sé si ya estoy “adelante”, pero “a través” sí que pasé, estoy vivita y coleado a mis veinte años para veintiuno.

Y es que yo sé perfectamente que, de pequeña, la infelicidad y, me atrevería a decir incluso, la depresión ya enraizaban en lo más hondo de mi ser. Mucho antes del colegio, quiero decir; por las noches me echaba a llorar silenciosamente en la cama imaginándome la muerte de mis padres, que me dejaría huérfana a tan temprana edad. En la guardería, me costaba relacionarme con los otros niños y prefería relacionarme con las profesoras. ¿Genética o un entorno del que apenas conservo recuerdos, claro, puesto que era tan pequeña?
No lo sé, pero sí que recuerdo muchos detalles que a la mayoría de adultos de mi alrededor les pasaron desapercibidos de mi entorno a partir de los ocho años o así. Recuerdo cómo empezó todo: yo era una niña solitaria y con la mirada vuelta hacia dentro, que ya entonces se refugiaba en el patio del colegio de su miedo a interactuar con el resto de niños, sumergida en un libro en una esquinita. Cuando otra niña comenzó a acercarse a mí trayéndose sus propios libros al recreo, acabé jugando con ella y con sus amigas.

Años más tarde, no puedo dejar de revivir este suceso como el comienzo del fin, como la semilla del mal; y sí, llamadme exagerada, pero a día de hoy sigo sin poder entrar en un aula de la Universidad sin mentalizarme previamente de que no, nadie me va a pegar, nadie me va a humillar, nadie me va a hacer luz de gas y aun así, no voy casi a clase y cuando voy a veces me derrumbo literalmente y me tienen que levantar del suelo mismo.
El caso es que, en aquel inocente primer juego con las otras niñas, una se empeñó en que teníamos que coger un medio de transporte imaginario que yo no quería coger. Ponedle que la niña quería ir en un coche fantástico a donde fuera y la otra niña, yo, quería coger un autobús igual de fantástico. La discusión, tan nimia, tan trivial, acabó encendiéndonos a las dos; cuando le conté a mi madre lo insistente que se había puesto aquella niña, me dijo que le dijera algo así como que no podía tener razón siempre. Al día siguiente, yo, obediente, se lo comuniqué; la conversación acabó con ella diciéndome que mi madre era malvada y que la iban a denunciar y a meterla en la cárcel. Fue tan cruel y me lo dijo tan seria que creo que me eché a llorar, pero como la mayoría de los recuerdos de aquella época, se trata de un fragmento borroso de mi memoria y no sabría decirlo con exactitud.
Ahí, sí, ahí empezó todo. Recuerdo que se metían con mi ropa, y mis padres se fueron de viaje y me trajeron una chaqueta muy cara, y a mí me daba muchísima vergüenza ponérmela porque a las niñas les parecía una horterada. Recuerdo que se comían mi almuerzo, ay, qué chiste, qué de episodio de serie cómica en que todos nos reímos cuando los “bullies” devoran la comida del chaval vapuleado; pero lo peor no era eso, lo peor era que luego se enfadaban seriamente conmigo porque “me lo había comido todo yo”. Creo fervientemente que estos episodios de mentirme repetidamente sobre la realidad y culpabilizarme por cosas que no había hecho han jodido seriamente mi capacidad de percepción de lo que sucede a mi alrededor.
Supongo que debería contar también cómo aquella niña me pellizcaba, o cómo su amiga me pegaba cachetes; o cómo, una vez que estábamos en casa de la otra amiga a la que le hacían la vida imposible como a mí, estropeé sin querer la persiana intentando bajarla y acabé en el suelo, sin gafas y recibiendo patadas. Fue ya de más mayor cuando me echaron tierra en el pelo por negarme a insultar al niño con el que los chicos de clase se ensañaban a su vez. Pero es que estoy cansada de enumerar vehementemente todos estos episodios de violencia física para sentir, de una vez por todas, que mi historia no es la historia de una exagerada. Y aun así acabo de hacerlo igual.

Podría escribir páginas y páginas sobre la forma en que este día a día de humillaciones que se extendieron durante un periodo de aproximadamente tres años me han jodido la salud emocional. La personalidad, incluso. Porque tengo diagnosticado un trastorno límite de la personalidad. Porque, hasta hace poco, me asustaba (aunque por supuesto me dejaba hacer de todas formas, qué es eso de poner límites) que mis parejas sexuales me rozaran el cuello porque aquellas niñas me inmovilizaban de ahí por aquel entonces.
Y no quiero ser maniquea. Yo sé que no es culpa suya que yo haya vivido ya varios intentos de suicidio, ni que me medique, ni que no pueda contar la cantidad de pasta que se han fundido mis padres en atención psicológica desde que tenía quince años; porque otras personas viven realidades similares o mucho peores y se desarrollan de forma relativamente sana, conocen mucho mejor la estabilidad emocional. Pero sí que estoy enfadada. Y con quienes más enfadada estoy no es con ellas, la verdad.
Quizás porque siempre fueron mis amigas. Quizás porque lo que más me ha jodido es que no eran mis enemigas, no eran niñas que me marginaran y persiguieran, sino niñas que cuando no me estaban maltratando me daban besos, me abrazaban, me hacían magníficos regalos de cumpleaños y jugaban conmigo. Eran mis amigas. Y supongo que eso no es sino parte del maltrato, y es por eso que lo llamo “maltrato” en vez de “acoso”; porque eran mis amigas, mucho más que mis acosadoras.
Pero decía que no son ellas con quienes más enfadada estoy. Y es que ahora mismo con quien más enfadada estoy no es con nadie, porque por fin siento que he cerrado heridas y pasado páginas; pero durante mucho tiempo, por mucha vergüenza y pena que sintiera al confesármelo a mí misma y a mis psicólogas, era con mis padres y con los profesores con quienes más enfadada estaba. ¿Cómo no te dabas cuenta? ¿Cómo, si te dabas cuenta, no me sacabas del colegio o llamabas al director para quejarte?
Hay que tener en cuenta que, cuando yo tenía seis, siete, ocho años; el fenómeno de los malos tratos escolares no tenía ni de lejos la visibilidad y la repercusión que tiene ahora. Yo no conocía ningún caso de colegios y familias multadas porque unos alumnos les hicieran la vida imposible a otros; en mi clase, con uno se metían por gordo, con otro por listo y por gafotas, y a mi amiga y a mí nos pasaba lo que nos pasaba no sé yo bien por qué. Y nunca pasó nada.
Pero aun así, durante mucho tiempo he guardado tantísimo rencor a quienes, como lo he sentido yo mucho tiempo, deberían haberme cuidado y no lo lograron. Yo no me he sentido protegida, no, nunca me he sentido protegida de un peligro mucho más real que los enchufes o las escaleras empinadas; y es ahora cuando entiendo lo difícil que es proteger a una niña que no llega a casa con verdugones en la espalda y en la tripa, que llega con lágrimas en los ojos y ganas de no volver al cole nunca más. Pero me ha costado entenderlo. Me ha costado mucho.

Por eso, aunque este no fuera el propósito inicial de esto que estoy escribiendo, nos pido por favor a todos y todas que escuchemos a la infancia. Porque a mí me hacían la vida imposible en el cole. Pero de otras abusan sexualmente sus padres, sus tíos, sus abuelos, los amigos de la familia más cercanos y de confianza. Si no escuchamos a la infancia ¿cómo vamos a construir vidas adultas de cercanía y confianza verdaderas? Como leí una vez, “eduquemos a niños y niñas que no tengan que recuperarse de sus infancias”.

Y supongo que, ahora que ya he vomitado todo esto que todavía no había logrado poner por escrito, puedo hablaros por fin de los libros. De cómo me “llevaron a través” de los malos tratos en el cole.
No tengo claro a qué edad aprendí a leer, pero supongo que a la habitual. Sí sé que les estaré eternamente agradecida, a mi padre, por inventarse historias para mí antes de dormir; y a mi madre, por conseguirme cuentos de todos los tipos y leérmelos a todas horas. He crecido rodeada de libros. He crecido rodeada de curiosidad y de ganas de saciar esa curiosidad, aun sabiendo que responder a una pregunta sólo traerá otra más complicada todavía; he crecido con “El Porqué De Las Cosas”. Y además, he crecido con “El Color de Nuestra Piel”, aquel libro sobre los distintos colores que puede tener la piel de las personas; y otros tantos que plantaron en mi interior las semillas de una vida que hace mucho que quiero dedicar a luchar y construir por la igualdad y la libertad verdaderas.
Así que recuerdo muy bien, mucho mejor, la verdad, que todo lo que pasaba en el colegio; aprenderme de memoria fragmentos de cuentos y libros de tanto leerlos y escucharlos a todas horas. Recuerdo las ilustraciones, y las cubiertas machacadas, y las esquinitas dobladas de las páginas. Pero, sobre todo, recuerdo Matilda.

Matilda, escrito por Roald Dahl e ilustrado por Quentin Blake, es el libro que cuenta la historia de una niña a la que sus padres no le hacen ni caso y además tratan muy, muy mal; y cómo empieza el colegio, cómo se venga de una directora igual o más malvada que su familia, y cómo toda la magia que brota de las yemas de sus dedos y le permite, en definitiva, construirse esa vida mejor va acompañada siempre de la pura magia de las páginas.

Y ha sido hoy cuando me he encontrado por casualidad con un fragmento de Matilda rondando por Internet. Y ha sido hoy cuando me he decidido a escribir esto. Porque la vida que me estoy construyendo ahora mismo se la debo a los especialistas que me han tratado bien y que me apoyan psicológicamente, a mi familia que me quiere y que me cuida en mi día a día y a esas personas que no son familia, pero que casi (y a mí misma, por supuesto).

Pero la vida que por unas horas me sacaba de aquella rutina de vestirse, desayunar, lavarse los dientes, darle un beso a mamá y que papá nos lleve al cole a mi hermana pequeña y a mí, de la mano, cantando alegremente; para acabar llorando al irme a dormir esa noche porque mañana vuelvo al cole otra vez… esa vida libre de daño y de dolor que, estoy segura, me enseñó el valor de la esperanza y de la ilusión se la debo a los libros.

Así que quizás por eso estoy tan, tan contenta de estar volviendo a ellos, años después de que la depresión se entrometiera entre mi capacidad de concentración y mis ganas de vivir y yo, para poder agradecerles con mi tiempo y mis ganas todo lo que siempre, siempre, siempre; han hecho por mí.

lunes, 26 de octubre de 2015

La sociedad y las chicas adolescentes

Las chicas adolescentes somos el chiste del que se ríe la sociedad entera: por nuestros gustos, nuestros problemas, nuestras jergas.

Pensadlo por un momento: se puede ser “muy pava” pero no “muy pavo”, te comportas “como una quinceañera” pero no “como un quinceañero”, chillas como una niña pero no gritas como un niño… el término “mojabragas”, que tanto se utiliza entre los jóvenes últimamente, habla por sí solo. Parecer una chica ya es vergonzoso en nuestra sociedad, pero parecer una chica entre los doce y los diecinueve lo es todavía más.
Y es que ¿qué hacen las chicas adolescentes, que tan vergonzoso es? Son fans de cantantes y actores “comerciales”, se compran posters, escriben fanfiction y chillan en los conciertos y los estrenos. Son enamoradizas. Siguen las modas. Suspiran por sus ídolos, sucumben a las hormonas y, en definitiva, están en la edad.

Sin embargo, los chicos adolescentes también están en la edad y yo no veo a nadie recordárselo tan a menudo. Los chicos adolescentes, de hecho, presentan mayores índices de consumo de alcohol a diario (ellas, sin embargo, toman más psicofármacos); y son más proclives al uso de la violencia. Los chicos adolescentes son, también, más homófobos y misóginos; son menos tolerantes y pacíficos. Este es un patrón que se repite en hombres y mujeres adultas, pero yo considero que en la adolescencia se da el mayor brote de reacciones hormonales por parte de los chicos y sin embargo es más vergonzoso cotillear con tus amigas (como una maruja) que pegarte con tus amigos.

Sigamos analizando las diferencias de comportamiento entre chicos y chicas, en la adolescencia. Las chicas adolescentes sacan mejores notas (y sin embargo tienen menos confianza en sí mismas que ellos), son más proclives a realizar cualquier tipo de voluntariado y además ayudan más en casa. También leen más y es que, al parecer, las chicas adolescentes hacen algo más que suspirar por ídolos inalcanzables entre los posters de su habitación.

Pero la verdadera pregunta aquí es ¿acaso los chicos adolescentes no tienen ídolos? ¿Acaso los chicos adolescentes no necesitan, en una edad tan difícil de maduración de la personalidad, grandes iconos a los que admirar e imitar? Por supuesto que sí. Los chicos adolescentes admiran a cantantes, futbolistas, motoristas y otros deportistas (generalizando, sí, porque esta es una comparación de estereotipos; desde luego que existen chicos adolescentes que idolatran a escritores y directores de cine). Pero no los adoran.
Porque los chicos adolescentes quieren ser sus ídolos, mientras que las chicas adolescentes quieren conquistar a sus ídolos. Los chicos adolescentes sueñan con ser futuras estrellas; las chicas adolescentes sueñan con enamorar a sus estrellas. Las chicas adolescentes idolatran a hombres, pero los chicos adolescentes no idolatran a su vez a mujeres. Los chicos adolescentes aprenden de sus ídolos en quién se quieren convertir; las chicas adolescentes aprenden de sus ídolos lo que las chicas adolescentes llevan siglos aprendiendo: de quién quieren ser.

Y esto nos lleva a otra pregunta: ¿por qué necesitan las chicas adolescentes a sus ídolos, por qué con esta desesperación que las lleva, desde a dedicar una parte importante de su vida a desconocidos, hasta a extremos como el #cutforzayn (en que se autolesionaban y subían fotos a las redes sociales por su ídolo)? La respuesta, para mí, está en lo que son: chicas y adolescentes. La adolescencia es una etapa, de por sí, de crecimiento, cambios y complicaciones; pero ser chica complica indudablemente esta misma etapa.

Y es que, cuando las niñas entran en la adolescencia, son arrojadas a un lodazal de misoginia. Se impone el dictatorial canon de belleza. Se entra en el mundo del sexo y de las relaciones amorosas. Es, en definitiva, una preparación para todo lo que implica ser mujer en una sociedad patriarcal como es esta.
Porque lo que espera a las niñas más allá de las cuatro paredes de su habitación empapelada de posters es un mundo inhóspito que se vuelve contra ellas cada vez más al crecer. Y nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos, como si los chicos de carne y hueso que están a su alcance fueran mucho mejores.

Nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos pero la otra opción es, muchas veces, un joven mayor dispuesto a aprovecharse de ellas (todas hemos tenido amigas, o hemos sido esas amigas, que a los 13 años se estrenaban en las relaciones y a menudo también en el sexo de la mano de un chico de 17). Nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos pero la otra opción es, muchas veces, un chico de su edad a años luz de madurez porque no ha crecido con miedo ni le han enseñado a reprimir sus impulsos como a ellas.
Nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos pero la otra opción es, muchas veces, un novio machista y controlador que las aparta de sus amigas. Nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos pero la otra opción es, muchas veces, un chico que compara sus cuerpos desnudos con el de la última porno.
Nos reímos de las chicas adolescentes por soñar con famosos pero la otra opción es, muchas veces, iniciarse en el sexo bajo presión y jugando con el consentimiento.

Nos reímos de las chicas adolescentes cuando, en definitiva, lo que deberíamos hacer es avergonzarnos de lo desprotegidas que las dejamos. Porque no son sólo los novios. En la adolescencia termina de viciarse la relación femenina con la comida; en la adolescencia despuntan la mayoría de trastornos alimenticios*, empieza la competición por la delgadez, por ocupar el mínimo espacio posible en un mundo que se ríe de ti cada vez que eres algo más que invisible.

Y el mismo canon de belleza que nos roba la comida nos condena a ser mujeres plenas antes de tiempo y permanecer, al mismo tiempo, niñas. A tener pecho, caderas y culo de adulta pero la ausencia de vello, granos y estrías de una niña. A ser perfecta pero parecer natural.
A probar el sexo para no ser una estrecha pero mantenerte virgen para no ser una zorra. Porque, como leí una vez, si follas muchas veces con la misma persona no eres promiscua pero si lo haces con chicos distintos sí.
Así, las chicas adolescentes vemos a nuestras amigas llamar dieta a matarse de hambre, amor al maltrato machista y primera vez a que te viole tu novio.
Las chicas adolescentes nos regalamos pulseras, colgantes y juramentos para ser siempre amigas porque ya está el patriarcado para enfrentarnos como competencia.
Las chicas adolescentes vivimos haciendo equilibrios entre el demasiado y el no lo suficiente.
Y, cuando nos tambaleamos, os atrevéis a llamarnos ridículas. Porque convertir a las chicas adolescentes en el chiste del que se ríe toda la sociedad es el mejor método para criar futuras mujeres inseguras y sin confianza en sí mismas.

*mayor prevalencia de anorexia nerviosa en jóvenes de 13 a 18 años que en adultos y en mujeres que en hombres