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domingo, 14 de abril de 2019

Trastornos de la Conducta Alimentaria: el derecho al tratamiento gratuito

Hace unos pocos años que manifiesto un interés creciente por los estudios psicológicos y sociológicos que se hacen sobre los Trastornos de la Conducta Alimentaria, su incidencia, sus factores causales, sus tratamientos. Decir que manifiesto un interés es en realidad bastante eufemístico, dado que es prácticamente desde que empecé a presentar lo que se denomina clínicamente “dismorfia corporal” que no puedo dejar de investigar, leer, conversar sobre estos problemas de salud emocional.

Esto se debe a que creo fervientemente que hace falta entender el problema, ahondar en el pozo, en definitiva, meter el propio dedo en la llaga para empezar a sanar. Y claro que quiero sanar. Ya estoy en el proceso, ya no me obsesiona mi imagen hasta el punto de dejar de asistir a clase o saltarme compromisos sociales porque me horroriza lo que veo en el espejo; y, de hecho, ya casi nunca me horroriza lo que veo en el espejo. He dejado de provocarme el vómito, a pesar de que a veces me entran náuseas sólo de toser y de que, de una forma u otra, soy consciente de que este fantasma me va a acompañar siempre.

Pero los fantasmas no equivalen a problemas reales, de esos que te discapacitan, que te impiden seguir disfrutando de tu día a día o, al menos, cumplir con tus obligaciones estipuladas (estudiar, trabajar, etc). Por eso sé que soy afortunada: sin tratamiento, hasta el 20% de personas con Trastornos de laConducta Alimentaria severos mueren.

Es una estadística muy manida entre las personas que hemos estado cerca de desarrollar un Trastorno de la Conducta Alimentaria “en toda regla”, para quienes los han llegado a desarrollar, para quienes amamos a personas afectadas. Los especialistas nos avisan, Internet nos avisa, y nosotros nos sabemos los porcentajes de memoria. Pero nos queda preguntarnos ¿por qué hay tantas personas que están sufriendo y no están en tratamiento?

Hay muchas posibles respuestas a este interrogante. También hace falta cuestionarnos el mandato del tratamiento tradicional, puesto que hay variedad de tipos de abordaje para los dolores emocionales y no todos tienen por qué consistir en la misma modalidad de terapia cognitiva y conductista. Puesto que, con la amenaza de losingresos involuntarios y la sobremedicación psiquiátrica planeando sobre nuestras cabezas, me resulta más que comprensible que muchas personas acabemos desconfiando, en mayor o menor medida, del especialista de turno.

Y sin embargo, está claro que hay tratamientos probados, y profesionales afines, y yo soy la primera que considera que no estaría aquí hoy día si no fuera por la terapia. Así que, nuevamente, toca preguntarse ¿por qué hay tantas personas sufriendo y sin tratamiento?

La respuesta es tan vieja como el propio sufrimiento: si las fuerzas del liberalismo económico ya empujan para privatizar todos los servicios posibles, imaginaos lo que pasa con la salud mental y emocional. Nos cuentan las estadísticas que, en 2015, los hospitales públicos españoles tenían menos de cinco psicólogos por cada 100.000 habitantes. Si esta cifra no asusta lo suficiente de por sí, siempre queda hablar con cualquier persona cercana que haya sentido tanto dolor emocional alguna vez como para verbalizarlo y pedir ayuda en el hospital que le toque. Preguntar: ¿cuánto tardaron en atenderte? ¿Cada cuánto te daban cita para terapia? ¿Sentiste que te ayudaban de verdad?

Yo he sido, nuevamente, afortunada: asistí a terapia con psicólogas privadas desde los 15 hasta los 18 años, más o menos. Para la mayoría de mi entorno, no ha sido así. Cuando empiezas a ofrecerte a fotocopiar las hojas que te reparten en terapia para que tus amigos puedan leerlas, cuando envías a decenas de personas estas mismas hojas escaneadas por correo electrónico, te das cuenta de que el problema que tenemos con la Sanidad pública en este Estado del bienestar no es menos problema cuando hablamos de salud mental y emocional.

En el centro de día privado al que acudo a terapia individual, yoga y demás, especializado en tratamiento psicológico para trastornos emocionales, de la personalidad y de la conducta alimentaria, estoy segura de que el convenio con la Seguridad Social ha salvado vidas. Pero ¿qué pasa en otros Estados? Y, sobre todo ¿qué pasa en nuestro propio Estado cuando no hay cómo saltar económicamente (es decir, recurriendo a la privada) los obstáculos burocráticos que supone acceder a un tratamiento digno y continuado para problemas de autoestima y Trastornos de la Conducta Alimentaria?

Porque sí, vuelvo a los Trastornos de la Conducta Alimentaria. Porque la anorexia mental es considerada el trastorno con mayor índice de mortalidad en salud mental. Porque he visto cómo mis amigos adelgazaban obsesivamente, o engordaban compulsivamente; porque conozco los atracones y sus efectos, así como los respectivos trucos para vomitar con mayor facilidad que me niego a mencionar.

Y ¿qué posibilidades se le ofrecen para recuperarse a una joven de familia de clase trabajadora, cuyos padres probablemente ni siquiera se tomen en serio la salud mental y emocional de su hija porque la terapia es para ricos (que es otra forma de decir “los pobres no nos podemos permitir pagar terapia”)? Son muchas las familias que, ante los Trastornos de la Conducta Alimentaria de su prole, reaccionan preguntándose qué han hecho mal y qué está haciendo mal su hijo o su hija para no poder vivir con normalidad.

Pero es que todos lo hemos hecho mal. Se habla de la epidemia de la obesidad infantil pero esto no impide que McDonald’s o Burger King tengan sus paneles de anuncios distribuidos por toda la ciudad y ofrezcan las alternativas para “comer fuera” más baratas para todas esas familias, que cada vez son más tras la crisis económica, que han de recurrir a las opciones menos sanas por falta de dinero, y no loolvidemos, por falta también del tiempo y el asesoramiento necesarios paraaprender a comer más sano. Sin embargo, hablar a todas horas de la epidemia de la obesidad infantil sí sirve para condicionar las vidas de niños y niñas gordos que se enfrentan al ostracismo en el mejor de los casos y la persecución y los malos tratos en toda regla en el peor; que ven como sus vidas se ven condicionadas porque los profesionales de la salud que les atienden achacanabsolutamente todos sus problemas de salud al sobrepeso.

¿Medidas efectivas contra la precarización de los hábitos alimentarios y la proliferación de las cadenas de comida rápida e insalubre? No. ¿Hacer chistes de gordos a todas horas? Sí.

Y continúo: todos lo hemos hecho mal. Les repetimos a todas horas a las niñas de nuestras familias lo guapas que son y cuando crecen, las abandonamos a la intemperie ante hombres de todas las edades que se creen con derecho a toquetearlas y asaltarlas. ¿Cuánto te puede joder emocionalmente ver que todo lo que te habían dicho que eras y podías ser, o sea, tu cuerpo… es una puerta abierta a las miradas, los manoseos, las agresiones sexuales que traumatizan?

Luego las mujeres crecemos desarrollando Trastornos de la Conducta Alimentaria, de los que se diagnosticarán (si te descubren, si se te va de las manos la pantomima, si tus padres tienen dinero para que te traten antes de que mueras); y de los que no. Y todo el mundo se lleva las manos a la cabeza. Pero es que todos lo hemos hecho mal.

Lo hemos hecho mal, tan mal que seguimos pensando que los Trastornos de la Conducta Alimentaria (que asociamos automáticamente con la anorexia nerviosa, como si la bulimia nerviosa y el trastorno alimentario por atracón no existieran) son problemas de niñas blancas, ricas y delgadas. Sobre todo, ricas. Como si no existieran ya estudios que desmienten este mito.

Pero para empezar a arreglar este error garrafal de nuestra cultura occidental con la comida, la auto-imagen y el bienestar emocional no basta con gritar a los cuatro vientos (y siempre en Internet) que un Trastorno de la Conducta Alimentaria puede afectar a cualquiera, independientemente de la demografía. No nos basta con concienciar alrededor de los Trastornos de la Conducta Alimentaria; necesitamos medidas prácticas para el apoyo y el tratamiento para las personas afectadas, y para eso, necesitamos inversiones económicas en salud pública, mejor formación y asesoramiento de los profesionales, etc.

Necesitamos que todo el mundo se pueda permitir el tratamiento para un Trastorno de la Conducta Alimentaria. Y para eso, necesitamos que el tratamiento digno, continuado y especializado sea gratuito.

La otra opción es que tantas y tantas personas de familias trabajadoras, especialmente mujeres que estudian y trabajan, sobre todo mujeres jóvenes que estudian y trabajan y taponan el pozo sin fin del malestar emocional ayunando, dándose atracones y purgando lo comido; sigan sufriendo en silencio.

La economía, si no sirve a nuestro bienestar, no es economía; es privilegio de unos pocos y precariedad de muchos. La salud mental y emocional no es la excepción a esta regla.

domingo, 28 de octubre de 2018

Mujeres y comida: delgadez-belleza-virtud.


Prácticamente todo el mundo que me lee sabe lo mucho que escribo y reflexiono sobre los trastornos de la conducta alimentaria, sobre la ausencia de una verdadera autoestima y de unos hábitos alimentarios sanos y constructivos entre las mujeres… y sobre mi propia experiencia con un principio de bulimia y una dismorfia corporal que nunca ha desaparecido del todo.
Escribo esto porque llevo años dándole vueltas a la idea de que nuestro acercamiento al problema mortífero de los trastornos de la conducta alimentaria y de la baja autoestima, desde el feminismo, desde la Psicología y desde prácticamente cualquier ámbito, es insuficiente, y tremendamente pobre y limitado. Desde especialistas que casi hasta descartan el factor de la socialización patriarcal como condicionante para desarrollar este tipo de problemas de salud tan graves, hasta otros que se sorprenden de que con tu inteligencia o tu conciencia feminista hayas llegado a desarrollar esos problemas; pasando por activistas y escritoras feministas que a mi modo de ver se quedan en la superficie y se limitan a despotricar contra el canon de belleza y la dictadura de la delgadez. Que yo también lo he hecho. Que hay que despotricar, y mucho. Pero ¿cuál es nuestro análisis?
Supongo que hablo desde la vivencia de alguien que lleva siendo consciente de la fragilidad de su autoestima desde mucho antes de preocuparme verdaderamente por mi peso y por lo que comía o dejaba de comer, pero también desde la vivencia de alguien que ahora, a sus veinte años de edad, en medio del proceso de recuperación y sin haber presentado nunca un cuadro de emergencia en lo que a los hábitos alimentarios respecta; sigue fantaseando con reducir la ingesta de comida y provocarse el vómito ante cada “exceso” para poder sentir que tiene el control absoluto sobre algo en su vida. Que, si no se me dan bien otras cosas, al menos se me dará bien estar delgadísima.

Pero también hablo desde la vivencia de alguien que se encontró con el libro “Mi cuerpo es un campo de batalla”, de la Colectiva francesa de mujeres Ma Colère, y que dio entre sus páginas con un artículo de una experta en trastornos de la conducta alimentaria estadounidense. Un artículo sobre cómo la socialización patriarcal nos disocia a las mujeres de nuestros cuerpos. Un artículo sobre la alta incidencia de trastornos de la conducta alimentaria tras haber sufrido abusos sexuales.
Y, por eso, hablo también desde la vivencia de esa chica que soy yo que cada vez que ha sufrido tocamientos indeseados, e incluso intimidaciones, por parte de hombres que se aprovechaban de mi ebriedad o de mi miedo a reaccionar ha estado a punto de volver al váter y a ese alivio inmediato de, por fin, sentirse limpia.

Sin embargo, ha sido ahora, leyendo un artículo de una teóloga sobre la significatividad religiosa de la anorexia, cuando se me ha quedado grabada la siguiente frase leída: “la anorexia es un trastorno ascético, en que es la virtud y no la belleza lo que está en juego.”
Joder. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? La virtud, en la cultura occidental profundamente marcada por sus instituciones religiosas, va intrínsecamente ligada al auto-control más titánico y la represión más férrea de nuestros instintos más naturales. No hay más que citar tres de los archiconocidos pecados capitales: lujuria, pereza (muy relacionada originalmente con la tristeza)… y gula. Siempre gula.

¿Cómo podemos pretender que cualquier mujer, y cualquier persona que vive con un trastorno de la conducta alimentaria, la verdad, se recupere fácilmente de uno de estos trastornos cuando nuestra cultura entera está montada para que mantengamos a raya el hambre? Y no se trata ya de la herencia histórica de la Iglesia y sus mandatos; vivimos en una época en que el perfeccionismo y el éxito son dos de las exigencias máximas por parte de nuestro entorno, en que “triunfar en la vida” es el objetivo supremo (y, a veces, si no lo logras no tendrás acceso ni a uno de esos supuestos derechos básicos que debería proporcionarnos el mismo Estado). Quiero decir que este modus operandi, esta lente de la perfección, se aplica perfectamente (valga la redundancia) a nuestra relación con la comida.

Porque abstenerse es virtud. Porque controlarse es virtud. Porque reprimirse es virtud. Y, si existes como mujer en el patriarcado de la obsesión con la apariencia en redes sociales, de la cultura de las dietas relámpago y las cirugías estéticas, todas sabemos qué tienes que reprimir para ser verdaderamente virtuosa a ojos de la sociedad.

Esto me recuerda, no puedo evitarlo, a una frase que le leí hace ya años a una activista feminista que había sobrevivido a la anorexia nerviosa en un artículo (y qué rabia no acordarme nunca de su nombre): “la anorexia es la ingeniería perfecta del patriarcado”. Pues sí. Es fácil llevarnos las manos a la cabeza cuando nuestras hijas, hermanas, amigas, conocidas y parejas están en una camilla en Urgencias porque se han quedado en los huesos, incluso antes, cuando encontramos restos de sangre en el agua de la cisterna o de comida en los cajones, pero ¿qué hay de la educación prematura, del tipo de sociedad en que nos educamos las mujeres?
¿Cómo vamos a prevenir los trastornos de la conducta alimentaria si “gorda” y “fea” son de las peores cosas que se nos pueden decir a las mujeres? Si “gorda” y “fea” van de la mano en esta sociedad, y de hecho, “gorda” y “fea” son antónimos de esa virtud ya mencionada; porque cuando hablamos de anorexia no hablamos sencillamente de obsesión con la belleza, sino de obsesión con la virtud, pero ¿no es acaso la conexión irrompible delgadez-belleza-virtud la que cimienta la socialización femenina?

Supongo que no le daría tantas vueltas a todo esto, no plantearía todos estos interrogantes cuyas respuestas creo que conocemos todas, si no fuera porque yo he tardado años en atar cabos y percatarme de que el vivir disociada de mis impulsos, de mi intuición y de mis emociones más básicas (hola, enfado) me han llevado hasta el extremo de virar entre la angustia absoluta cada vez que me enfrentaba a un plato de comida (adiós, hambre) y la necesidad de utilizar la comida como ansiolítico hartándome a todas horas de lo primero que pillo en la nevera, porque ¿cómo voy a comer sólo cuando tengo hambre si hace siglos que dejé de identificar el hambre?
Nos pasa, a muchas, durante el sexo. Nos pasa, a muchas, cuando se trata de identificar, como decía, nuestro enfado más legítimo y de verbalizarlo, de nuestro derecho a una disculpa o, al menos, a una aclaración. Recuerdos suprimidos y emociones que nos son ajenas son el aliño de la ensalada que hace tanto que nos cuesta comer a pesar de su baja carga calórica, porque sigue siendo comida, y ya sabemos cómo de sucias nos hace sentir el metérnosla en la boca. Mucho más fácil engullir tabletas de chocolate y correr al baño después.

Porque la realidad es que los trastornos de la conducta alimentaria suponen una epidemia sistemáticamente feminizada, y según estudios, no hace falta llegar a cumplir con el cuadro clínico de uno para tener una relación insana, dañina y hasta peligrosa con la comida y con nuestros cuerpos: 3 de cada 4 mujeres estadounidenses (es decir, el 75%) recurren a hábitos alimentarios insalubres que sí se cuentan como síntomas de TCAs. Dietas de dudosa efectividad y peligro de enganche y, cómo no, de rebote y de la consecuente frustración; uso de laxantes; vómitos auto-provocados; ejercicio físico compulsivo; evitación obsesiva de grupos enteros de alimentos… ¿a alguien le suena?

Y ya no sé qué concluir después de escribir todo esto ¿estamos perdidas? No, no lo estamos, pero lo estaremos si seguimos dejando el análisis y tratamiento de los TCAs y de sus síntomas en manos de especialistas ajenos a cualquier enfoque sociológico y crítico con el patriarcado, mientras nosotras nos resignamos a gritar cánticos contra la escasez de tallas en manifestaciones y llorar por nuestras amigas. Que yo también lloro. Que yo también grito… pero no puede ser lo único que hacemos.

Comencemos a revolucionar la forma en que educamos, y permitimos que otros eduquen, a las niñas de nuestro entorno. Comencemos a investigar, a leer, a debatir y a poner, por fin, en el centro la vida porque nos la están arrebatando a golpe de báscula y virtud.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Querido Psiquiatra: Soy cuerpo, y mi mente también lo es.


Reflexionar sobre las lecturas sociales y comunitarias de la llamada “enfermedad mental” o locura siempre me lleva a plantearme una pregunta: ¿estoy negando acaso la vinculación de tantas de mis dolencias psicológicas o emocionales con la biología, con la neurociencia y sus entresijos?

Sin embargo, cada vez tengo más claro que no somos quienes nos resistimos al patológico modelo biologicista de la salud mental las que estamos pasando por encima del cuerpo y su funcionamiento. Al revés: es ese planteamiento científico occidental, pariente de sangre de la economía liberal e imprescindible para el patriarcado, el que proporciona herramientas a los médicos y especialmente a los psiquiatras que se empeñan en diferenciar sistemáticamente el cuerpo y la mente. Es la herencia filosófica, científica y religiosa de la cultura hegemónica la que nos condiciona para privilegiar a la mente, ahora entendida como el cerebro y sus neurotransmisores, como si se tratara de un “sujeto” que es posible diferenciar y sustraer del “objeto” que es nuestro cuerpo.
Lo que quiero decir con todo esto es que por supuesto que la biología, entendida como la ciencia que estudia a los seres vivos y nuestros “procesos vitales”, tiene mucho que ver con la salud mental; pero un modelo médico que bebe de la racionalización de la mente como “comandante” supremo del cuerpo, como elemento ajeno al cuerpo, nunca será capaz de beneficiarnos fundamentalmente a las personas con los denominados “problemas de salud mental”.

Y es que ¿nos importa tanto la influencia de lo biológico sobre lo psicológico si ignoramos la manera en que nuestras vivencias vitales se inscriben en nuestros cuerpos y modelan nuestro cerebro (un órgano, al fin y al cabo, enteramente plástico)? ¿Si nos medicamos periódicamente (ingiriendo, al fin y al cabo, drogas legales) para “reconducir” los caudales de nuestros cerebros pero dejamos de lado prácticas como la meditación, el yoga, el ejercicio físico en general o el contacto con la naturaleza y con otros seres humanos que nos cuiden y se dejen cuidar? ¿Se trata verdaderamente de intereses científicos íntegros, de velar por el bienestar de los seres humanos, o de obedecer a los intereses comerciales de las farmacéuticas cuando se privilegian unos tratamientos y se menosprecian otros con la excusa de la “biología”?

Porque no se trata ya de protestar contra la manifestación de los sesgos sistémicos en la administración de un tratamiento u otro por parte de especialistas, es decir, de señalar la probabilidad de que a un niño negro le diagnostiquen "trastorno de adaptación" sipresenta los mismos síntomas que un niño blanco con diagnóstico de “autismo”. De señalar, también, esa misma probabilidad de que a una mujer le diagnostiquen “trastorno límite de lapersonalidad” presentando los mismos síntomas que un hombre, al que lediagnosticarían “trastorno por estrés post-traumático”. Que a esa misma mujer, si es heterosexual, le diagnosticarían antes “depresión” y si es lesbiana o bi,el susodicho trastorno de la personalidad. Y podría seguir y seguir y seguir.
Pero, sencillamente, no se trata de eso.

Porque no basta con “reformar” la psiquiatría; no basta con exigirles a los especialistas que nos tratan que traten de mantener sus prejuicios aprendidos al margen de los diagnósticos y las pastillas y los encierros a los que nos arrojan. Se trata de ir a la raíz de la cuestión, y si vas a la raíz, te acabas dando cuenta de que los cimientos al completo de la institución de la psiquiatría, de la medicina incluso, están impregnados de violencia y prejuicio.

¿Hay acaso violencia mayor que aquella que categoriza los cuerpos y los comportamientos en “más funcional” o “menos funcional”, en vez de según criterios de dignidad y bienestar vitales? Es esa la misma violencia que categoriza nuestras mentes en “enfermas” y “sanas”, según el mismo criterio de gran utilidad económica de la “funcionalidad”, y que niega nuestro derecho a estar tristes (y, especialmente si somos mujeres sistemáticamente violentadas, a enfadarnos). A sentir emociones “malas”, “equívocas”, “negativas”. Como si cada emoción no fuera intrínsecamente necesaria y esencial.

Y, contra esta violencia sistémica, no queda sino construir maneras de vivir y sentir alternativas dentro de nuestras posibilidades en esta sociedad. El primer paso, nadie me va a convencer de lo contrario, es empezar a escuchar a nuestros cuerpos; y no necesitamos del “teléfono loco” que supone el psiquiatra para que nos traduzca las señales de nuestra cabeza y nuestros órganos.
Claro está que, para todos aquellos sujetos profundamente traumatizados por la truncada convivencia en estos contextos tan violentos (de formas más o menos directas, más o menos sutiles); escuchar a nuestros cuerpos es a menudo un arma de doble filo. Si mi cuerpo ha desarrollado hipervigilancia para sobrevivir a un ambiente de maltratos escolares o familiares, de abusos sexuales o de racismo o de machismo en el trabajo ¿cómo hago para escucharlo? Si parece que todo lo que hace es disparar mis alarmas a todas horas, protegiéndome de un peligro que o bien es inevitable independientemente de mis esfuerzos por mantenerme alerta; o bien ya ha menguado.

Sin embargo, me mantengo en mis trece: escuchemos a nuestros cuerpos. Escuchar a nuestros cuerpos, al fin y al cabo, no implica obedecerlos; nuestros cuerpos los configuran al final del día nuestras decisiones también, con quién me quedo, dónde me quedo, cuándo y por qué me quedo. Un cuerpo que se asusta a todas horas también merece ser escuchado, y nunca dejado de lado en favor de una falsa racionalización de pensamientos “fiables” y pensamientos “irracionales”.

No pretendo concluir otra cosa que la siguiente: integrar la biología en la ecuación de nuestra salud mental no puede ser simplemente un reto de los psiquiatras que nos tratan, que tan a menudo nos medicarán con droga que, más allá de lo insalubre y cronificante que pueda llegar a ser; está ante todo diseñada en gran medida para que podamos seguir yendo a trabajar o a estudiar y nuestros síntomas no sean tan vistosos, tan marcadamente diferentes.

No, integrar la biología en la ecuación de nuestra salud mental implica comprender de una vez, como tantos pueblos colonizados sí han comprendido a lo largo de la Historia de la Humanidad, que nuestras mentes no son entes separados de nuestros cuerpos que gobiernen las irracionalidades e impulsos de estos. Que hablar de salud implica hablar del cuerpo, porque somos cuerpo, y seremos cuerpo, y hemos sido cuerpo por mucho que se nos pretenda, demasiadas veces, convencer de lo contrario anulando nuestras reacciones fisiológicas y las inscripciones históricas del dolor ancestral en estas.

sábado, 20 de octubre de 2018

Sol, el cole... y los libros.

En inglés, existe la expresión “get me through”, que significa que algo “me ha sacado adelante”; pero a mí me gusta mucho más la traducción literal, algo “me ha llevado a través”. Los libros me “llevaron a través” del maltrato escolar (qué innecesario se me hace llamarlo “bullying”, como si se tratara de un fenómeno ajeno al que hemos de darle nombre en otra lengua); porque todavía no sé si ya estoy “adelante”, pero “a través” sí que pasé, estoy vivita y coleado a mis veinte años para veintiuno.

Y es que yo sé perfectamente que, de pequeña, la infelicidad y, me atrevería a decir incluso, la depresión ya enraizaban en lo más hondo de mi ser. Mucho antes del colegio, quiero decir; por las noches me echaba a llorar silenciosamente en la cama imaginándome la muerte de mis padres, que me dejaría huérfana a tan temprana edad. En la guardería, me costaba relacionarme con los otros niños y prefería relacionarme con las profesoras. ¿Genética o un entorno del que apenas conservo recuerdos, claro, puesto que era tan pequeña?
No lo sé, pero sí que recuerdo muchos detalles que a la mayoría de adultos de mi alrededor les pasaron desapercibidos de mi entorno a partir de los ocho años o así. Recuerdo cómo empezó todo: yo era una niña solitaria y con la mirada vuelta hacia dentro, que ya entonces se refugiaba en el patio del colegio de su miedo a interactuar con el resto de niños, sumergida en un libro en una esquinita. Cuando otra niña comenzó a acercarse a mí trayéndose sus propios libros al recreo, acabé jugando con ella y con sus amigas.

Años más tarde, no puedo dejar de revivir este suceso como el comienzo del fin, como la semilla del mal; y sí, llamadme exagerada, pero a día de hoy sigo sin poder entrar en un aula de la Universidad sin mentalizarme previamente de que no, nadie me va a pegar, nadie me va a humillar, nadie me va a hacer luz de gas y aun así, no voy casi a clase y cuando voy a veces me derrumbo literalmente y me tienen que levantar del suelo mismo.
El caso es que, en aquel inocente primer juego con las otras niñas, una se empeñó en que teníamos que coger un medio de transporte imaginario que yo no quería coger. Ponedle que la niña quería ir en un coche fantástico a donde fuera y la otra niña, yo, quería coger un autobús igual de fantástico. La discusión, tan nimia, tan trivial, acabó encendiéndonos a las dos; cuando le conté a mi madre lo insistente que se había puesto aquella niña, me dijo que le dijera algo así como que no podía tener razón siempre. Al día siguiente, yo, obediente, se lo comuniqué; la conversación acabó con ella diciéndome que mi madre era malvada y que la iban a denunciar y a meterla en la cárcel. Fue tan cruel y me lo dijo tan seria que creo que me eché a llorar, pero como la mayoría de los recuerdos de aquella época, se trata de un fragmento borroso de mi memoria y no sabría decirlo con exactitud.
Ahí, sí, ahí empezó todo. Recuerdo que se metían con mi ropa, y mis padres se fueron de viaje y me trajeron una chaqueta muy cara, y a mí me daba muchísima vergüenza ponérmela porque a las niñas les parecía una horterada. Recuerdo que se comían mi almuerzo, ay, qué chiste, qué de episodio de serie cómica en que todos nos reímos cuando los “bullies” devoran la comida del chaval vapuleado; pero lo peor no era eso, lo peor era que luego se enfadaban seriamente conmigo porque “me lo había comido todo yo”. Creo fervientemente que estos episodios de mentirme repetidamente sobre la realidad y culpabilizarme por cosas que no había hecho han jodido seriamente mi capacidad de percepción de lo que sucede a mi alrededor.
Supongo que debería contar también cómo aquella niña me pellizcaba, o cómo su amiga me pegaba cachetes; o cómo, una vez que estábamos en casa de la otra amiga a la que le hacían la vida imposible como a mí, estropeé sin querer la persiana intentando bajarla y acabé en el suelo, sin gafas y recibiendo patadas. Fue ya de más mayor cuando me echaron tierra en el pelo por negarme a insultar al niño con el que los chicos de clase se ensañaban a su vez. Pero es que estoy cansada de enumerar vehementemente todos estos episodios de violencia física para sentir, de una vez por todas, que mi historia no es la historia de una exagerada. Y aun así acabo de hacerlo igual.

Podría escribir páginas y páginas sobre la forma en que este día a día de humillaciones que se extendieron durante un periodo de aproximadamente tres años me han jodido la salud emocional. La personalidad, incluso. Porque tengo diagnosticado un trastorno límite de la personalidad. Porque, hasta hace poco, me asustaba (aunque por supuesto me dejaba hacer de todas formas, qué es eso de poner límites) que mis parejas sexuales me rozaran el cuello porque aquellas niñas me inmovilizaban de ahí por aquel entonces.
Y no quiero ser maniquea. Yo sé que no es culpa suya que yo haya vivido ya varios intentos de suicidio, ni que me medique, ni que no pueda contar la cantidad de pasta que se han fundido mis padres en atención psicológica desde que tenía quince años; porque otras personas viven realidades similares o mucho peores y se desarrollan de forma relativamente sana, conocen mucho mejor la estabilidad emocional. Pero sí que estoy enfadada. Y con quienes más enfadada estoy no es con ellas, la verdad.
Quizás porque siempre fueron mis amigas. Quizás porque lo que más me ha jodido es que no eran mis enemigas, no eran niñas que me marginaran y persiguieran, sino niñas que cuando no me estaban maltratando me daban besos, me abrazaban, me hacían magníficos regalos de cumpleaños y jugaban conmigo. Eran mis amigas. Y supongo que eso no es sino parte del maltrato, y es por eso que lo llamo “maltrato” en vez de “acoso”; porque eran mis amigas, mucho más que mis acosadoras.
Pero decía que no son ellas con quienes más enfadada estoy. Y es que ahora mismo con quien más enfadada estoy no es con nadie, porque por fin siento que he cerrado heridas y pasado páginas; pero durante mucho tiempo, por mucha vergüenza y pena que sintiera al confesármelo a mí misma y a mis psicólogas, era con mis padres y con los profesores con quienes más enfadada estaba. ¿Cómo no te dabas cuenta? ¿Cómo, si te dabas cuenta, no me sacabas del colegio o llamabas al director para quejarte?
Hay que tener en cuenta que, cuando yo tenía seis, siete, ocho años; el fenómeno de los malos tratos escolares no tenía ni de lejos la visibilidad y la repercusión que tiene ahora. Yo no conocía ningún caso de colegios y familias multadas porque unos alumnos les hicieran la vida imposible a otros; en mi clase, con uno se metían por gordo, con otro por listo y por gafotas, y a mi amiga y a mí nos pasaba lo que nos pasaba no sé yo bien por qué. Y nunca pasó nada.
Pero aun así, durante mucho tiempo he guardado tantísimo rencor a quienes, como lo he sentido yo mucho tiempo, deberían haberme cuidado y no lo lograron. Yo no me he sentido protegida, no, nunca me he sentido protegida de un peligro mucho más real que los enchufes o las escaleras empinadas; y es ahora cuando entiendo lo difícil que es proteger a una niña que no llega a casa con verdugones en la espalda y en la tripa, que llega con lágrimas en los ojos y ganas de no volver al cole nunca más. Pero me ha costado entenderlo. Me ha costado mucho.

Por eso, aunque este no fuera el propósito inicial de esto que estoy escribiendo, nos pido por favor a todos y todas que escuchemos a la infancia. Porque a mí me hacían la vida imposible en el cole. Pero de otras abusan sexualmente sus padres, sus tíos, sus abuelos, los amigos de la familia más cercanos y de confianza. Si no escuchamos a la infancia ¿cómo vamos a construir vidas adultas de cercanía y confianza verdaderas? Como leí una vez, “eduquemos a niños y niñas que no tengan que recuperarse de sus infancias”.

Y supongo que, ahora que ya he vomitado todo esto que todavía no había logrado poner por escrito, puedo hablaros por fin de los libros. De cómo me “llevaron a través” de los malos tratos en el cole.
No tengo claro a qué edad aprendí a leer, pero supongo que a la habitual. Sí sé que les estaré eternamente agradecida, a mi padre, por inventarse historias para mí antes de dormir; y a mi madre, por conseguirme cuentos de todos los tipos y leérmelos a todas horas. He crecido rodeada de libros. He crecido rodeada de curiosidad y de ganas de saciar esa curiosidad, aun sabiendo que responder a una pregunta sólo traerá otra más complicada todavía; he crecido con “El Porqué De Las Cosas”. Y además, he crecido con “El Color de Nuestra Piel”, aquel libro sobre los distintos colores que puede tener la piel de las personas; y otros tantos que plantaron en mi interior las semillas de una vida que hace mucho que quiero dedicar a luchar y construir por la igualdad y la libertad verdaderas.
Así que recuerdo muy bien, mucho mejor, la verdad, que todo lo que pasaba en el colegio; aprenderme de memoria fragmentos de cuentos y libros de tanto leerlos y escucharlos a todas horas. Recuerdo las ilustraciones, y las cubiertas machacadas, y las esquinitas dobladas de las páginas. Pero, sobre todo, recuerdo Matilda.

Matilda, escrito por Roald Dahl e ilustrado por Quentin Blake, es el libro que cuenta la historia de una niña a la que sus padres no le hacen ni caso y además tratan muy, muy mal; y cómo empieza el colegio, cómo se venga de una directora igual o más malvada que su familia, y cómo toda la magia que brota de las yemas de sus dedos y le permite, en definitiva, construirse esa vida mejor va acompañada siempre de la pura magia de las páginas.

Y ha sido hoy cuando me he encontrado por casualidad con un fragmento de Matilda rondando por Internet. Y ha sido hoy cuando me he decidido a escribir esto. Porque la vida que me estoy construyendo ahora mismo se la debo a los especialistas que me han tratado bien y que me apoyan psicológicamente, a mi familia que me quiere y que me cuida en mi día a día y a esas personas que no son familia, pero que casi (y a mí misma, por supuesto).

Pero la vida que por unas horas me sacaba de aquella rutina de vestirse, desayunar, lavarse los dientes, darle un beso a mamá y que papá nos lleve al cole a mi hermana pequeña y a mí, de la mano, cantando alegremente; para acabar llorando al irme a dormir esa noche porque mañana vuelvo al cole otra vez… esa vida libre de daño y de dolor que, estoy segura, me enseñó el valor de la esperanza y de la ilusión se la debo a los libros.

Así que quizás por eso estoy tan, tan contenta de estar volviendo a ellos, años después de que la depresión se entrometiera entre mi capacidad de concentración y mis ganas de vivir y yo, para poder agradecerles con mi tiempo y mis ganas todo lo que siempre, siempre, siempre; han hecho por mí.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Entrevista: Irene Ruiseñor, poeta y activista

Os traigo una entrevista con Irene Ruiseñor (Twitter / Instagram / Blog). Se llama Irene Gallego y su alter ego es Ruiseñor. Es poetisa, guitarrista y cantautora, estudiante de Estudios Ingleses en la Complutense, además de activista feminista, LGTB y de salud mental.
Ruiseñor apareció tras meses de tratamiento en el hospital por anorexia nerviosa restrictiva y se convirtió en sus labios, que no eran capaces de pedir ayuda; Ruiseñor lo hizo a versos. 
Ruiseñor ha sido su único mecanismo de supervivencia sano. El único que no le ha dejado ni deja cicatrices, muerte y estragos en ella. Ella es la negrura, Ruiseñor la negrura plasmada en papel, intentando buscar algún retazo de blanco.


·¿Cuál es o debería ser el objetivo, o los objetivos, del feminismo en la actualidad? ¿Qué ha supuesto para ti acercarte al feminismo en tu vida, qué cambios, atisbos de nuevas realidades (o realidades que aún no conocías...)?

El feminismo se podría describir como levantarse cada día de la cama, siempre aprendes algo nuevo. El feminismo es un aprender y desaprender continuo. Sobretodo desaprender lo que esta sociedad cisheteropatriarcal nos ha grabado a fuego en la piel. Por eso (a diferencia de décadas atrás, cuando nuestras precursoras nos dieron mil avances como herencia), nuestro cometido es luchar de manera radical —independientemente del movimiento con el cual nos sintamos más identificadas—, como bien dice la palabra, de raíz, y de esa manera extraer esos cánones, roles y misoginia interiorizada, siempre de manera interseccional, apoyando a todo tipo de mujeres, sea cual sea su situación/condición. En esa parte sí que deberíamos parecernos a nuestras precursoras; el feminismo no deja de ser una lucha, y como toda lucha, ha de hacerse su hueco en la sociedad y ahí, de manera drástica, radical, hacerse oír. "Las feministas de antes no hacían tanta tontería...". Y quizá por eso deberíamos parecernos a ellas, lanzar piedras a escaparates, marear al sistema, destrozarlo y reconstruirlo desde cero. 

Gracias al feminismo he sido capaz de crecer como persona y conseguir corregir en la medida de lo posible los pensamientos de algunos de los trastornos que llevo arrastrando desde hace años, ese que no es más que el fruto de lo que la sociedad nos ha inculcado: el trastorno alimenticio. Sé que, como en la mayoría de recuperaciones de enfermedades mentales, el mérito no es más que mío, pero aprender y comprender que todo lo que me decía la televisión, las revistas, las tiendas y sus tallas, era otra manera de controlarnos. De que fuéramos otra vez la marioneta de la historia, moldeadas de manera "perfecta" a antojo de los gustos de ellos. Estoy intentando reaprender lo que se me borró de la mente desde que tengo uso de razón. Y aunque caiga mil veces sé que ya no será como la primera vez, porque ya me sé de memoria la herida y el arma que la causa, y aunque duela horrores me siento algo más "en control".

Y no solamente me ha ayudado a ver mis derrotas como una segunda oportunidad, sino también a sentir la unión entre todas las mujeres, que pasan por lo mismo todos los días, y apoyarlas, defenderlas, luchar por todas como si fuéramos una. Una contra el mundo. También me ha abierto mundos que no conocía, me ha situado en la realidad que intentan maquillar los medios de comunicación, además de hacerme lo suficientemente fuerte como para no quedarme callada ante esas situaciones. 

·Si tuvieras delante a tu yo unos años menor, en la que haya sido una de las peores épocas de tu vida ¿qué le dirías? ¿Qué le aconsejarías o le harías saber, intentando transmitirle fuerza, esperanza, acompañamiento e incluso ganas de luchar?

Primero le daría mucho, mucho amor. Sin saber por qué estoy ahogándome en soledad día tras día a pesar de estar rodeada de gente, así que le haría saber que nunca estará sola por mucho que le pese el mundo sobre los hombros. También le diría que se cuidara, que no se dejara destrozar como yo lo estoy haciendo con mis propias manos. Me gustaría hacerle saber que, aunque a mí me cueste creerlo, siempre vendrá un nuevo día para volver a empezar de cero, cada día. Que no merece sufrir ni matarse a hambre, ni hacerse daño; que merece el amor que recibe aunque le cueste sentirlo a veces. En resumen, le diría todo lo que me gustaría que me hubieran dicho y me dijeran.

·¿Cómo te diste cuenta de que no eras heterosexual y, más concretamente, de que eras lesbiana? ¿Qué le dirías una chica más joven que tú que se da cuenta de que es lesbiana y se siente sola, aislada, repudiada...?

Hasta la edad de los 16 años (tengo 19) me consideré completamente heterosexual, sin duda alguna, no porque en realidad lo fuera sino porque ni siquiera se me había planteado en ningún momento de mi vida que existieran otro tipo de parejas. Como dije antes, nunca me había ni imaginado estar con nadie de otro género, me daba miedo pensarlo, vergüenza a mí misma incluso. Cuando empecé a conocer a mi actual novia, parecía que mi cabeza hacía nudos en los pensamientos haciéndome sentir más confusa y avergonzada. Fue entonces, cuando las cosas entre ella y yo fueron a más, que me denominé bisexual. Creo que lo hice porque me daba miedo desprenderme completamente del hecho de poder salir con hombres, ¿qué pensaría mi madre? ¿Cómo me miraría si se lo dijese? Al fin y al cabo, ser bisexual, me hacía mitad "pecadora", en vez de "pecadora" entera. Así que un mes después de empezar a salir con mi novia, después de mucho tiempo dándole vueltas y sin atreverme del todo, salí del armario con mis padres, les dije que salía con mi novia y que era bisexual. Hasta hace un año y medio o así no me di cuenta que en realidad no sentía atracción por los hombres, y en realidad jamás la había sentido, desde pequeña era así, mi mínima experiencia con ellos fue simple y nada excitante. Recuerdo el tiempo en que en el colegio, cuando era chiquitita, me gustaban niños de mi clase, por el simple hecho de que eran los niños que les gustaban a todas las demás, y porque en mi mente no tenía cabida más que eso, que los niños. Mi primera pareja ha sido y es una persona de mi mismo género, lo cual me ha ayudado a asimilar y aceptar mi sexualidad y a borrar de mi mente todo lo anterior, todo aquello que está mal visto por algunos. 

Hice vista atrás, al momento en el que salí del armario como bisexual en casa, y cuando llorando y riendo a la vez tras el peso que me quitaba de los hombros le preguntaba a mi madre, que lo había aceptado verdaderamente bien:

—¿Entonces, si fuera lesbiana sería diferente? 

Ella frunció las cejas dejando ver que sí que habría diferencia. Estaba claro. Si era bisexual seguía existiendo la posibilidad para ella de que trajera a casa algún día a algún hombre. Recordando eso, me he dicho a mí misma que debía callar el hecho de que era lesbiana. Bisexual en casa, lesbiana en la calle. Es algo que me dolía completamente porque odiaba hacer eso, por el resto de mis hermanes bisexuales, por mentir poniéndome como etiqueta una orientación sexual que no es la mía.

Ahora que han pasado los años me he atrevido a afirmarle a mi madre, que sí, que solo me gustan las mujeres y me he sentido fuerte. Creo que todes deberíamos sentirnos orgulloses del mínimo avance que hagamos en cuanto a este tema, porque incluso los pequeños pasos son grandes victorias.

·Has publicado un poemario. ¿Qué suponen para ti la escritura, la poesía, tanto en el terreno personal de tu día a día (que no deja de ser, también, político) como en forma de arma política para la lucha social?

La escritura ha sido desde siempre, para mí, una manera de evadirme, tanto leyéndola como escribiéndola. Ha sido/es mi salvavidas en mis peores momentos de salud mental, siendo una herramienta a la que acudir en momentos de crisis, un espejo en el que plasmar el dolor, una manera de dejar correr la sangre sin abrir ninguna herida. Me ha ayudado a liberarme en todos los sentidos de la palabra. He sido capaz de abrir mi mente y escribir sobre cosas que dan miedo y tienen mucho estigma en la sociedad, para así poder ser de ayuda a otras personas que estén pasando por lo mismo que yo y que necesiten esa palmadita en el hombro que susurre "yo te entiendo". También para dar voz a aquelles que no pueden ya gritar o que nunca han podido, como los animales no humanos, víctimas de LGTBfobia, de violencia de género....
Creo que desde siempre la literatura ha sido un modo de mostrar la cruda realidad de manera más suave pero ácida, para así abrir ojos y cerrar bocas. 

·En cuanto al susodicho poemario ¿qué puedes contarnos sobre este? ¿Qué nos dirías para convencernos de que queramos leerlo?

«Heridas con coágulos de rimas» es el poemario que el pasado otoño salió a la venta. Es un recopilatorio de algunos de los mejores poemas de mi blog y otros inéditos. Este poemario es un espejo de mi realidad, como persona con problemas de salud mental, entre otras cosas. Hay poemas de superación de TCA, poemas dedicados a mi yo oscuro, a mi maravillosa novia, del día a día siendo una persona con TLP, además de poemas feministas. Más que un poemario es una carta para conocer los lugares más recónditos de mi ser, para averiguar todo aquello que pienso pero que no me atrevo a decir. Son poemas duros pero a la vez llenos de superación —en cuanto a los que hablan de mi intento de recuperación de la anorexia—, también muy reales, en cuanto a los que hablan de mi vida teniendo TLP. 

Es un gran sueño que estoy viendo hecho realidad, el ver publicados mis versos, y me encantaría que me leyerais. Siempre he soñado con ser escritora. Esto es más de lo que creía poder alcanzar y no pienso rendirme. Espero que pronto pueda mostraros el nuevo poemario que acabo de terminar.

viernes, 6 de julio de 2018

Entrevista: Lara Losada, psicóloga, feminista y escritora

Os traigo una entrevista con Lara Losada (Twitter: @laralosadaa / Instagram: @laralosadaa), que se define así:

"Me llamo Lara, tengo 24 años, soy psicóloga y actualmente estudiante de máster en Estudios de Género. Soy feminista, vegana y escritora (he publicado dos libros con Ediciones en Huida). Actualmente diría que utilizo mis redes sociales no sólo como forma de expresión personal, sino también como un canal de comunicación para debatir, reflexionar y aprender sobre feminismo con otras mujeres. Además utilizo mi propia voz para desde la experiencia personal desestigmatizar la enfermedad mental y empezar a hablar de las cosas que nos incomodan y que la sociedad prefiere ocultar."

1. Eres psicóloga y estudias el máster en Estudios de Género. ¿Qué te llevó a estudiar psicología y qué te lleva después a especializarte desde una perspectiva de género, por qué lo primero y cómo crees que puede ayudar a la sociedad lo segundo (es decir, de qué forma puedes aportar tu granito de arena enfocando la psicología desde una perspectiva feminista)?

Decidí estudiar Psicología en 4º de la ESO. Mi abuela tenía Alzheimer y verla consumirse poco a poco me hizo entender que yo tenía que hacer algo al respecto. Que quería formarme para poder ayudar a otras personas que lo sufrieran y a sus familiares lo máximo posible. En seguida me di cuenta de que yo quería dedicarme a ayudar a los demás y cada vez estoy más segura de que esa es mi misión. Más tarde decido especializarme en Género pero ya no hay una razón sino varias. En primer lugar empiezo a adquirir conciencia feminista y lamento profundamente que en la carrera no se me diera una perspectiva de género que me parecía fundamental. Tampoco se nos habla de la violencia machista ni de la forma de ayudar a las mujeres maltratadas. Yo necesitaba hacer algo al respecto. Mi malestar con la opresión que sufrimos las mujeres siguió creciendo e, investigando, encontré este máster. Tenía muchas dudas por el miedo que genera saber que las expectativas laborales en este terreno tan necesitado de especialistas no abundan pero a la vez sentía la responsabilidad de comprometerme con mis ideales. Creo que la perspectiva de género se debe aplicar a todos los ámbitos de nuestra vida y que, en mi caso, como psicóloga puede suponer un punto fundamental a nivel profesional.

2. Te describes rápidamente como vegana y feminista (no necesariamente en ese orden). ¿Puedes hablarnos de tu primer acercamiento al feminismo o, mejor dicho, a los feminismos? ¿Qué han supuesto estos en tu vida, qué cambios han producido? ¿Y qué puedes contarnos respecto al veganismo, es decir, cuál fue el factor desencadenante que te llevó a hacerte vegana y cómo tratarías de explicarle a una persona que no lo comprende el por qué de este giro vital desde una perspectiva ideológica?

Suelo decir que ahora me doy cuenta de que siempre he sido feminista pero no lo reconocí como tal hasta hace tres años cuando empecé a informarme más sobre el movimiento y a quitar un poco ese barniz negativo que había recubierto a la palabra. Me definía como 'igualitarista' por pura ignorancia. Pero era feminista. El feminismo supuso para mí un cambio total en mi manera de percibir el mundo y mi lugar en él. No sólo como mujer sino como sujeto político, como persona sexual, como agente activa de creación y cambio. También fue duro darme cuenta de las violencias que sufrimos, de los condicionantes patriarcales que había interiorizado y que todavía me quedan, de las conductas discriminatorias que había normalizado y de los estereotipos que intentaba cumplir. El feminismo es, por pura definición, un movimiento que molesta. Sobre todo a los hombres que sienten sus privilegios atacados, pero también nos incomoda a las mujeres porque nos hace replantearnos nuestra situación e incluso nuestros gustos. Ser feminista es estar en constante aprendizaje, revisión y cambio. Y creo que eso es algo maravilloso. El veganismo llegó poco después del feminismo. Creo que adquirir conciencia sobre mi propia opresión me ayudó a empatizar con otras. Además recuerdo haber leído en twitter una frase que lo cambió todo que decía: 'si dices que te gustan los animales pero comes carne a ti no te gustan los animales, te gusta tu perro'. Estaba siendo una completa hipócrita y me obligué a informarme de todo aquello que no quería ver. Documentales, vídeos terribles, todo. Lo vi todo hasta que no pude más y dije 'basta', yo no puedo ser partícipe ni financiar esto. Va en contra de todo lo que yo defiendo. Fue un antes y un después en mi vida porque es una decisión sin retorno y que cada día estoy más contenta de haber tomado.

3. Además, eres escritora ¡con dos libros publicados! Uno es tu primer poemario, "Una chica azul"; y el otro, "Alejandra", la editorial Ediciones en Huida lo describe como un libro "escrito en prosa con un lenguaje claramente poético". Parece que la poesía es un componente crucial en tu vida o, al menos, en tu producción literaria. ¿Podrías hablarnos de tus primeros acercamientos, no solo a la escritura en general, sino a la poesía en particular? ¿De los autores, y sobre todo las autoras, qué más te han marcado e influenciado?

Es curioso porque empecé a escribir desde muy pequeña. Con ocho años ya presentaba pequeños relatos a concursos y esa inquietud se fue alimentando y creciendo hasta día de hoy. Sin embargo no llegué a la poesía hasta los dieciocho y fue a través de las redes sociales y de la nueva forma de entender la poesía que empezaba a surgir en los blogs. Ese primer acercamiento me llevó a profundizar mucho más y poco a poco a crear un gusto particular y también a querer intentar hacer eso que me gustaba consumir. Pronto me di cuenta de que la poesía me aportaba algo que las mejores novelas no habían conseguido transmitirme. No sabría decir muy bien el qué. Quizá cercanía. Hace ya un par de años que decidí leer a autoras, no exclusivamente pero sí sobre todo, por la necesidad primero de visibilizarnos más y, segundo, de encontrar referentes que sientan, piensen y sufran como yo porque compartimos ciertas experiencias vitales. Mi autora favorita (esto no va a sorprender a nadie que me conozca lo más mínimo) es Alejandra Pizarnik porque me hace sentir que ella ya lo ha escrito todo. Pero por supuesto también Sylvia Plath, Virginia Woolf, Wislawa Szymborska, Gloria Fuertes, Cristina Peri Rossi, Ana Rosetti...
 
4. Ahora, centrémonos en tus libros y en la perspectiva de género que podamos encontrar en estos. ¿Cómo crees que el feminismo, o los feminismos, han dado forma a tus creaciones literarias (o han ayudado a dar forma, al menos)? ¿Crees que escribirías historias distintas si no fueras mujer? Y, si es así ¿cómo crees que tus experiencias vitales como mujer en un patriarcado han influenciado tu escritura?

No me atrevería a decir que Una chica azul Alejandra son libros feministas ni con perspectiva de género, porque no creo que lo sean. Quizá en algún momento, alguna frase, pero no de una manera consciente porque cuando los escribí estaba muy lejos aún de la forma de pensar que tengo ahora. De hecho en ellos aún hay mucha inocencia, mucho amor romántico y muchas relaciones tóxicas y actitudes autodestructivas que a día de hoy rechazo totalmente. Pero entiendo que cuando lo escribí lo sentía de aquella manera y no reniego de ello. No nací siendo feminista y me alegro de poder mirar atrás y reconocer ahora actitudes o pensamientos problemáticos. El proceso de deconstrucción parece incómodo pero en realidad es mucho más amable. Sin duda escribiría diferente de no ser mujer. Estoy completamente segura de que al margen de mi interés y mi afición por la escritura y la lectura, son mis experiencias personales las que han marcado un rumbo y también una manera de expresarme y de entablar una especie de conversación con el lector. Hoy en día mi forma de escribir es muy distinta a los primeros libros porque yo también lo soy y siento que mi estilo ha evolucionado de la metáfora y los juegos de las palabras a un estilo mucho más directo, agresivo y activista. Suelo bromear diciendo que antes escribía porque estaba triste y ahora porque estoy enfadada, en realidad siempre ha sido una mezcla de las dos.

5. Nos cuentas que utilizas tus redes sociales "como un canal de comunicación para debatir, reflexionar y aprender sobre feminismo con otras mujeres". ¿Cuál es, o cuáles son para ti (mejor dicho, cuáles deberían ser); los objetivos primordiales de los feminismos en la sociedad actual? Y ¿recalcarías alguna o algunas experiencias concretas de aprendizaje, puertas que te hayan abierto otras mujeres en tu recorrido por el activismo feminista, conclusiones a las que no habrías llegado tú sola?

Para mí el objetivo del feminismo es la liberación de la mujer. Sé que es una respuesta concisa pero me resulta inabarcable hacer una lista de todos los aspectos donde la mujer tiene que ser liberada y todo lo que está mal y tenemos que cambiar socialmente para que esto ocurra, así que espero que así se entienda. Evidentemente hay objetivos como erradicar la violencia machista, la violencia sexual o la mutilación femenina que me parecen primordiales pero no me gustaría hacer una lista que pudiera indicar que jerárquicamente considero unos aspectos más importantes que otros porque no es así. Toda violencia contra la mujer surge de la misma raíz, del machismo, del patriarcado, y por tanto entiendo que la lucha debe ser contra el sistema para que el cambio sea real y no puntual. En cuanto a tu segunda pregunta, desde luego, sin duda. Para mí si no es interseccional no es feminismo y esto me ha llevado a aprender muchísimo de otras mujeres y de otras culturas, a salir de mi eurocentrismo y asumir también, por ejemplo, mis actitudes racistas interiorizadas. He aprendido y aprendo mucho a diario leyendo y escuchando a compas sobre mujeres migrantes, mujeres árabes, mujeres gitanas, feminismo negro o feminismo chicano. Asumiendo además que como mujer blanca cis y europea estoy llena de sesgos y de actitudes que oprimen a otras personas. Como te he dicho antes creo que el feminismo nos mantiene en constante alerta, revisión y cambio. Y el crecimiento que esto supone es lo verdaderamente enriquecedor. 

6. También mencionas el campo de la salud mental (en el que se han centrado tus estudios, además). Volviendo a los objetivos primordiales: ¿cuáles son tus principales exigencias hacia la sociedad en materia de salud mental? ¿Cómo crees que tú misma formas parte de la lucha por la dignidad en el ámbito de la salud mental?

Voy a intentar responder a las dos preguntas en una sola respuesta. Mi principal lucha en este sentido es la desestigmatización de la enfermedad mental. A día de hoy sigue siento un tabú y sigue habiendo muchísima desinformación a pesar de que cada vez trastornos como la ansiedad o la depresión son más comunes en nuestra sociedad. Lucho por exponer la cruda realidad. Otra verdad que incomoda, porque la depresión no es estar triste, la depresión es un vacío inabarcable. Y cuando digo cosas como 'llevo cinco días sin ducharme ni lavarme el pelo y sin comer y sin salir de la cama' lo que pretendo no es victimizarme sino exponer un problema social: existen realidades que preferimos no ver, y del feminismo aprendí que 'lo que no se nombra no existe'. Tenemos que hablar de ello porque si no no podemos empezar a cambiarlo. Necesito que la sociedad entienda que la salud mental es tan importante como la física y que si cuando te duele la tripa no puedes ir a trabajar cuando yo te digo que no puedo salir de casa porque la ansiedad no me deja moverme tienes que respetarlo de la misma manera.

7. Si por mí fuera, podría pasarme horas haciéndote preguntas sobre salud mental. Es un tema para mí crucial, que llega a condicionar mi vida desde mi posición de "loca" para la sociedad. Pero intentaré ser breve: ¿qué opinas de los modelos de la psiquiatría tradicional, y si tienes alguna queja, conoces o propones alguna alternativa a la medicalización llevada al extremo?

Mi experiencia con la psiquiatría no ha sido muy agradable precisamente, por decirlo de una manera sutil. Desde mi punto de vista la manera de abordar cualquier trastorno es la atención psicológica, es decir, la terapia. Es cierto que en ocasiones es necesaria la medicación, normalmente sólo por ciertos períodos de tiempo, y estoy completamente a favor de ello siempre que se haga de forma complementaria a la terapia psicológica. No entiendo que la medicación por sí sola pueda curar ningún trastorno y me parece peligrosa la facilidad con la que en muchas ocasiones se recetan antidepresivos o ansiolíticos en las consultas médicas sin recomendar siquiera el paso previo por la terapia.

8. Por último, estoy segura de que a todas nos gustaría conocerte un poco más. Háblanos de aquellas aficiones, intereses, vínculos que prenden una chispa en la penumbra de tus días más tristes o apáticos. Deporte, espiritualidad, activismo, arte en todas sus formas (tanto como consumidora como desde tu papel de creadora), lazos con otras mujeres y con otras personas en general... ¡háblanos un poquito más de ti!

Ay, jajaja. Siento que ya he dicho muchísimo sobre mí. Qué más, qué más. Bueno, últimamente me he aficionado a la fotografía y creo que puedo estar encontrando otra forma de expresarme sin utilizar palabras y eso me parece muy guay. Estoy segura de que esta semana voy a terminar el que será mi tercer libro [cuando la entrevisté, "Emocional" todavía no se había publicado] y estoy muy ilusionada. Sí puedo decirte que este será sin duda un libro feminista. Cuando tengo un día malo suelo ponerme pelis que, aunque en general se consideran malas, yo soy más del grupo de personas a las que les flipan para alegrarse, tipo Mean Girls, High School Musical o Pitch Perfect. Si te digo la verdad no hago nada de deporte porque soy demasiado vaga y mi fuerza de voluntad para esto ha demostrado ser nula. Me gustaría no ser así, no te voy a mentir. Tampoco me considero una persona espiritual, la verdad. Es cierto que tengo temporadas en las que creo en cosas como las energías o el destino pero en general me considero muy atea, aunque creo que decir agnóstica sería una posición mucho más prudente, pero bueno. Y por último... No llamaría a esto información de interés, pero mi fruta favorita es el mango.